Hay quien considera la cortesía como un arcaísmo impropio de nuestra época. Discrepo. La cortesía es una herramienta utilísima, hoy más necesaria que nunca. La cortesía permite que nos crucemos con cierto vecino de escalera sin que haya necesidad de que intervengan las fuerzas del orden: buenos días, buenos días. La cortesía es un poderoso lubrificante que evita fricciones y hace que todo transcurra con suavidad; se trata de una farsa amable, una suerte de barniz civilizatorio que hace posible las relaciones humanas en nuestros densamente poblados entornos urbanos.

Gracias a ella participamos en un teatrillo que sabemos ficticio, pero sin el cual la vida sería un áspero infierno.

Gracias a la cortesía, por ejemplo, acogemos con benevolencia las cartas que los candidatos nos envían a casa en las vísperas de las elecciones. En ellas, nos interpelan sonrientes mientras nos desgranan sus lemas y promesas de un futuro próspero, y nosotros fingimos creerlas, una y otra vez. Puede que con una cierta guasa en los últimos tiempos, es cierto. Pero las abrimos y nos molestamos en leerlas.

Eso sí, hay unos límites que no deben rebasarse para que la cortesía siga siendo efectiva. Si la ficción se hace evidente de forma descarnada, deviene en burla, y todo el entramado civilizatorio se desmoronará con estrépito.

Quién sabe: ante la perspectiva de una nueva convocatoria electoral, puede que la propaganda de los partidos sea interpretada por el elector como un insulto. Y no hay nada más volátil y peligroso que un votante cabreado.

Por mi parte pueden ahorrarse esta vez la propaganda electoral. En mi buzón no, gracias.