Karel Capek engrosó el acervo lingüístico de la historia del pasado siglo al acuñar uno de sus términos más exitosos: robot. Lo hizo en una obra teatral publicada en los felices años veinte y estrenada en Praga con el título RUR: Robots Universales Rossum. La pieza, que fabulaba en torno a la posibilidad de crear máquinas destinadas a aliviar el trabajo humano, y que acababa por convertirse en una pesadilla ceñida por un guión clásico (la criatura que se rebela contra su creador), suponía la puesta al día de uno de los iconos del fantástico centroeuropeo, la leyenda del Golem judío, esa fábula bellísima que Gustav Meyrink, quien no en vano había vivido dos décadas en la capital checa, elevó a categoría de obra maestra en su novela homónima, una de las más fascinantes de su época.

La obsesión por el tema del esclavo rebelde y los riesgos derivados de cualquier pasión prometeica no se agotó en Capek tras el estreno de RUR, sino que lo acompañó durante el resto de sus días, al punto de reaparecer, en forma de distopía, en la que hoy es su obra más conocida, traducida a todas las lenguas cultas del mundo y constantemente reeditada, la sugestiva La guerra de las salamandras, un roman à clef cuya fecha de aparición, 1936, año clave para el desarrollo del fascismo en Europa, corrobora la intuición de Borges según la cual el dato más importante (y el primero) a la hora de valorar un libro es fijarse en su fecha de publicación. La guerra de las salamandras combina el tono periodístico, la sátira culta, la escatología histórica y el hibridismo entre géneros al valerse de ciertas estrategias que hoy calificamos de posmodernas, caso del recurso al pastiche y a la autoficción o el diálogo entre alta y baja cultura, y propone un artefacto que añade un inesperado invitado al cóctel antiutópico. Y es que la novela es divertidísima, por momentos hilarante, y siempre audaz en el manejo de las coordenadas de lo lúdico. De hecho, uno de sus momentos más inolvidables es aquel en que Capek reflexiona sobre la circunstancia de que hayan sido los checos, ciudadanos de un país sin mar, quienes hayan puesto en marcha los mecanismos capaces de provocar una revolución sin igual en la historia del planeta: el hallazgo de unos urodelos capaces de aprender idiomas, manejarse con pericia como mano de obra especializada y convertirse en un contingente inagotable de trabajadores destinados a suprimir las fatigas humanas y reconfigurar el mapa terrestre.

Capek supo leer la entraña de su época y advertir lo que el futuro reservaba a su patria, vergonzosamente abandonada por las democracias occidentales tras la crisis de los Sudetes. La neumonía que lo arrebató en diciembre de 1938, a los 48 años de edad, le ahorró a él la ignominia de morir a manos de los esclavos de la Gestapo, que ya por entonces lo consideraban enemigo declarado del Reich y de la Gran Salamandra.