Cayo Julio César había dispuesto que aquel templo romano fuese dedicado a la Venus Victoriosa. También conocida como la Afrodita Armada, la que ya tuvo lejanos cultos en el antiguo Oriente. Pero el recordar al pueblo una guerra civil no era una buena idea. Y César ordenó que finalmente el templo se dedicara a otra Venus más reconfortante: la Venus Genetrix. Antes de ser identificada con Afrodita, aquella Venus latina fue inicialmente una deidad local más bien modesta. E incluso algo tosca, oscuramente rústica. Su misión primigenia fue la protección de la fecundidad vegetal de la naturaleza. Pero después, esa diosa, ya encumbrada como Venus Genetrix y emparentada con Eneas, se integraría con todos los honores en el «Establishment» de las deidades de la Roma imperial.

Desde hace siglos, las variadas aristocracias de la península italiana han gozado del usufructo de siempre fascinantes galaxias. Y siempre han producido más personajes originales que ninguna otra clase dirigente de la vieja Europa. Con la excepción de la «upper-class» británica, la de aquellos victorianos tardíos y sus sucesores, ahora tristemente hundidos en las arenas movedizas de los horrores del nacionalismo anglo-brexista.

Hace más de dos siglos, el que fuera un ilustre hacendado y estadista toscano, el barón Bettino Ricasoli - conocido como el «Barone di Ferro» - tuvo el acierto de casarse con una inteligentísima y virtuosa dama de noble abolengo, la egregia Anna Bonaccorsi. A la que respetó y amó cada día de su vida en común en el hogar conyugal, el castillo de Brolio, Aparte de consagrarse a la felicidad de su admirable esposa, el barón, siempre bien guiado por su mujer, se dedicó a la crianza de unos vinos que alcanzaron con el tiempo una muy merecida fama. Aún hoy en día, los magníficos caldos de las bodegas toscanas que llevan el nombre de Ricasoli son celebrados por los enólogos más exigentes.

Pero el triunfo final de Venus -de todas las Venus- nunca fue tan absoluto como el que representó aquel retrato milagroso de otra ejemplar dama del «quattrocento», Giovanna degli Albizzi Tornabuoni. Falleció en 1488 a los 20 años de edad. Fue durante el parto de su segundo hijo. Simbolizó esta tragedia el misterio triunfal de la feminidad, desde la otreidad. Que fue posible incluso después de la muerte. Consiguió plasmarlo Domenico Ghirlandaio en un famosísimo retrato de aquella joven esposa florentina. Que el maestro pudo hacer posible gracias al medallón con la efigie de su esposa que el desconsolado viudo le había entregado como modelo.

El artista nos dejó también en aquella pintura espléndida un pequeño rótulo en latín. Un «cartellino». Aparece éste en el fondo del cuadro, debajo de unas cuentas de coral rojo y junto al breviario de la difunta. En él nos pregunta el pintor, copiando un fragmento de un epigrama de Marcial: «¿Podría el arte retratar su carácter y virtud? Ninguna pintura en el mundo podrá ser más hermosa que ella. 1488».