Sin pedos, la vida no tiene sentido. Es una frase redonda, potente, definitoria de quien la dice y definitiva para quien la escucha en la tele, que a veces se pone fina y ciertas cosas no tienen cabida. ¿Quién hay detrás la frase? La misma mujer que dijo cuando hacía uno de los programas más sucios de la tele que a ella le gustaba mear en la ducha mientras se bañaba. Así es, Mercedes Milá. Cuando presentaba Gran Hermano era una leona que defendía su trabajo y defendía a las criaturas que iban criando como alimento de los programas de la casa. Me superaba. Se me cayó una grande. Para mí, Mercedes Milá simbolizaba el periodismo sin matices, la mujer que preguntaba y preguntaba antes de que Ana Pastor, con el tiempo, pareciera que inventaba la pólvora, dicho desde la admiración por otra periodista que desde la televisión pública -Los desayunos de TVE- demostró que se podía y debía hacer un periodismo vibrante, independiente de partidos, y sin ataduras, aunque también es cierto que esta diosa -es una forma de hablar, que el que escribe apenas tiene santones en las hornacinas de la casa- empezó a desmoronarse con su llegada a La Sexta. No me pregunten por qué con exactitud. Son sensaciones. Empezó a resultarme cargante, repipi, marisabidilla, retorciendo hasta la inutilidad su empeño en repreguntar sin dejar responder, dando a entender -insisto, sensaciones muy particulares- que lo importante no es la respuesta sino sus preguntas, su indomable espíritu, su periodismo de trinchera. Siempre pongo el mismo ejemplo, pero es que me parece, como los pedos de la Milá, definitorio y definitivo. En una entrevista que Ana Pastor le hizo a Manuela Carmena, y ante la absurda batería de preguntas a la entonces alcaldesa de Madrid, absurda porque no podía ser respondida por la edil, Carmena le soltó el obvio reproche de quien no entiende qué cojones pinta allí. Una cosa te digo, Ana, vino a decir, “para que sean realmente útiles tus preguntas, hay que esperar a que te las pueda responder”. Impecable razonamiento.

Scott y Milá

A diosa muerta, diosa repuesta. Pero no nos precipitemos. Vuelvo a Mercedes Milá. De la periodista correosa que era, de repente, y para alucine general, al menos yo aluciné al modo de Alberto Chicote, o sea, pepinillos, una noche me la encontré en las pocilgas de Gran Hermano. Y no entendí nada. Y mucho menos su vehemente defensa de algo que para ella era, nada menos, quizá para darle el empaque que ocultaba su abyección, “un experimento sociológico”. Hala, a darle leñazos. Hasta que me aburrí y me olvidé de Gran Hermano y de La Merche y sus tonterías. Luego, hace apenas unos años, la propia se cayó del burro, entró en una depresión de caballo, y dijo que lo de GH había sido demasiado. Sicólogos, expertos del alma, tratamiento farmacológico, pautas para sacar de nuevo la cabeza, entrevistas personales valientes reconociendo la situación y que, con esfuerzo y ayuda, se puede salir, llegada a su vida de Scott, su perro, y nueva Mercedes Milá, como una crisálida que poco a poco se desprende de su cárcel y mueve las alas para volver a volar. Lo ha hecho en su regreso a la tele con Scott y Milá -ya lo hizo aún en plena lucha consigo misma con Convénzeme, un programa de libros en la órbita de Mediaset, o sea, un sindiós-. Scott y Milá, cuya segunda temporada se estrenó en Movistar el jueves pasado, es un programa intimista, bien estructurado, educativo, de emociones, de ayuda, como destaca Milá . Vi su Renacer, nunca mejor dicho, la primera entrega, y me cautivó. He dicho que Scott y Milá es un programa intimista donde Mercedes es el hilo conductor, la protagonista de la historia, la que habla en primera persona con el científico que analiza su caca para ver carencias de otro tipo, o con Xevi Verdaguer, siconeuroimnunólogo -juro sobre un barril de petróleo saudí antes de ser volado que existe una especialidad que se llama así-, y juro que la Mercedes Milá de Scott y Milá no es, mucho menos, la estrambótica y ridícula Samanta Villar, que de diosa en 21 días pasó a la ególatra muñeca inflable del periodismo más prostibulario.

Abajo Sobera

Si Scott y Milá para mí ha sido, como digo, la restitución de Mercedes Milá al lugar que le corresponde en el pedestal poco concurrido de mis preferencias televisivas, hay otros nombres que están haciendo el mismo viaje, del pedestal al suelo, como aquella imagen del sátrapa Sadam Husseim cayendo con estrépito al asfalto. ¿Qué decir de Carlos Sobera, el que dinamiza concursos con su natural simpatía o se pone amoroso como alcahuete de First dates o sensible en cada lamentable entrega de Volverte a ver? Es el mismo tipo que ha prestado su imagen, por dinero, claro, para fomentar la ludopatía en este país con un anuncio agresivo de juegos online. Hala, abajo el dios Sobera. Eh, me dirá alguien, echa del pedestal a Jorge Javier Vázquez por la misma razón. Tirado, y no repuesto quede el tal desde este momento. Al revés me ocurrió con Pilar García Muñiz, que hizo el camino contrario, del suelo al cielo. Presentaba España directo, y no la podía tragar, de nuevo por nada, por sinrazones de espectador retorcido. Hasta que la llamaron para presentar, sin salir de La 1, el Telediario. Después de 20 años en la tele pública se ha ido a la radio, con Herrera y los curas de la empresa. No puedo quitarle los atributos de diosa porque no tengo la tentación de pecar escuchando al vacuo y solemne cantamañanas. Por cierto, ¿son dioses Sánchez, Casado, Iglesias, o Rivera? No me toque los bemoles, como dice Rufián, el ex hooligan del Congreso, que inició su carrera como dios de los prudentes. Termino. Lo peor de Scott y Milá es el trato que Mercedes da al puto chucho. ¿Compartir con él una hamburguesa como si fuera tu hijo, dejar que te lama el morro, besarle la boca? Que no, que no, eso no hay dios que lo entienda, ni Scott ni pollinas.