Son una pareja de cuento. Viven en calle Madera, cerca de la del Pez y se mueven pequeños e incansables desde hace 20 años en el bosque de la literatura. En ese tiempo han demostrado que la narración breve no es el camino que conduce a la novela, sino un sendero propio con grandes voces y legendarias raíces. Ella es la permanente sonrisa del corazón con aromas andaluces a pesar de los problemas del trabajo y de la casa. Nadie se resiste a la sencillez de su encanto, a su atinada intuición profesional y de lectora, ni al humor que contagia. Él, más germano de educación, es austero en el gesto y en el trato, todo lo calibra desde una mirada escrutadora y ejerce de infatigable viajero del aire que cruza constantemente a la orilla sur del lenguaje español. Es un maestro en encontrar escritores con estilos audaces y en rescatar clásicos a los que pone de moda. Si Encarni Molina y Juan Casamayor no existiesen, habría que editarlos. Ambos, con un equipo preciso en el que hay un competente currante alto - Antonio Sanz Egea- y un seductor que traduce el ruso, el italiano y lo más femenino del lenguaje -Paul Viejo-, trabajan como duendes diligentes en libros que se navegan entre las manos. Sus autores son inventados por la mirada de Isabel Wagemann que los enmarca en la solapa desde la que prometen al lector un universo de mundos, una buena lectura en la que quedarse mientras se va templando el café, nos llama la enfermera de la consulta médica en la que una dolencia espera, o el metro llega a la estación de su destino. Es lo que tienen los cuentos. Cualquier tiempo a mano, corto y preciso -como el de las firmas caligráficas de los escritores en contraportada- posibilita adentrare en un secreto, en lo que el lenguaje no dice y la historia abre en la imaginación lectora, proponiéndonos que elijamos el final más apropiado o crucemos un puente. Una historia que de repente se transforma en un poema que nos narra un relato.

Les cuento de esta pareja del cuento sobre el que han edificado una casa, en la que tantas veces han dormido sus autores de paso, y el faro de un género porque acaban de premiarles su entrega y su trayectoria independiente por la mejor literatura con el Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural. Un premio con el que -no es habitual que suceda- se hace justicia celebrada por todos los que componen el universo de las letras: el gremio de los editores, los libreros, los distribuidores, los autores, los críticos que practican con neutralidad, anestesia, sin miramientos y expresión de lo literario, la evaluación de las entrañas y la estética que define la arquitectura, la epidermis y el desván de una escritura y su viaje real, fantástico o distópico. Y por supuesto, los que más lo han celebrado en las redes: sus fieles lectores, tan militantes del cuento como sus escritores, sumados a lo largo de estas dos décadas años de la editorial y, claro, la larga familia espumosa que engloba muchos nombres y varias generaciones. Veinte años no son nada para esta pareja de Poe, de Chejov y de Maupassant que, como si fuesen dos personajes de cualquiera de ellos, estaban destinados a encontrarse. De Zaragoza él y de Granada ella en un edificio donde una trabajaba para una editorial de textos jurídicos y el otro en el sello Fundamentos. Un hola y adiós entre miradas de escalera y de rellano, sin saber que a la vuelta de sus noches de copa con su amigo Claudio Rodríguez ella le despertaría el sueño de editar un mismo destino: escribir un libro de familia que esta semana ha saltado de alegría dos veces. Una porque la selección de baloncesto ha conquistado el Mundial de China -su hijo Fernando juega en El Estudiantes- y otra con este galardón nacional que, como todos los premios bien otorgados a los honestos que sólo trabajan con pericia y mimo, recompensa los esfuerzos, más de una noche de cuadrar cuentas entre las exigencias cotidianas de la vida, lo sueños de hacer un drugstore del género donde cupiesen todos los lenguajes, el pulso con los IVAS y las devoluciones, la vocación compartida, y ese ir y venir por capitales de provincias y ferias promocionando títulos que han ido haciendo grandes su labor -ya fue premiada igual de merecidamente por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL) con un galardón que también tienen sus maestros Herralde, Feltrinelli y Gallimard - y a sus autores que cada año se encuentran un fin de semana de la fiesta Libresca del Retiro para brindar por su pareja de editores con espuma rubia.

Muchos son los miembros de la familia espumosa de Páginas de Espuma que empezó a formarse con una antología histórica del cuento contemporáneo: «Pequeñas Resistencias», coordinada por Andrés Neuman y presentada en 2002 por José María Merino, el maestro de todos, que recogía poéticas de promesas como Carmela Greciet, Nuria Barrios y Felipe R. Navarro y de la generación de los sesenta como Felipe Benítez Reyes, Gonzalo Calcedo, Carlos Castán, Juan Bonilla, Eloy Tizón, Mercedes Abad, Hipólito G. Navarro o Ángel Zapata. Treinta nombres en total que brindamos juntos en la primera comida de familia y subidos a la escalera del Círculo de Bellas Artes, igual que una troupe de traviesos ángeles revoloteándole ofertas de libros al editor que sonreía en azul -lo hace Casamayor siempre que está feliz- convencido de que de ellos, unidos bajo su tutela, sería el reino del cuento que entonces, por vez primera, tenía una editorial en la que publicar sus decálogos, los de cada cual y los de Neuman. Hasta la irrupción de Páginas de Espuma en el mercado editorial la única salida de los cuentistas era ganar alguno de los prestigiosos premios de la época: El Ciudad de San Sebastián, El Barcarola, el Ignacio Aldecoa y que alguna revista lo publicase en sus páginas. Escribir relatos se entendía como un ejercicio de entrenamiento para asaltar la novela o un género, al igual que el de la poesía, para una minoría con gafas de concha. Todos los agentes del libro elogiaban a Borges, a Onetti, a Rulfo, a Cortázar, a John Cheever pero lo que realmente se valoraba con peso era aspirar a ser Faulkner, Nabokov, Hemingway, Virginia Woolf, Djuna Barnes, Graham Greene. El argumento editorial era el mismo: los lectores preferían largas historias en cuyo interior pasar mucho tiempo asistiendo a una variedad de sucesos emocionales. Nadie entendía, como aquel día de la presentación de «Pequeñas Resistencias», que Carlos Castán y yo defendiésemos la importancia del cuento en una época rehén ya por entonces de la falta de tiempo para la lectura, y con humor el erotismo que suponía entrar y salir, entrar y salir de historias unidas en un mismo cuerpo.

Ser editor no es fácil. Y tampoco labrarse una reputación. Menos aún si se hace con exigencias de gusto y sin ataduras de mercado. No todas las apuestas por un libro obtienen favorables resultados económicos, el respaldo de la crítica y de los lectores y premios que contribuyan a promocionar. Ni hacer un catálogo de fondo con dos orillas y prestigio se consigue sin talento, paciencia, negociación y de vez en cuando algún que otro desacierto y despiste. Lo sabe bien nuestra pareja de cuento que han publicado más de 370 títulos de todos los colores y entre los que destacan los éxitos de escritoras como Clara Obligado, Samanta Schweblin, Mariana Enríquez, Patricia Esteban y Valeria Correa entre otras excelentes voces femeninas. Tiene su nómina también otros libros primordiales como «La familia del aire», un vademecum de poéticas de Miguel Ángel Muñoz que deberían tener los estudiantes de Literatura, y el estuche con los cuatro volúmenes de cuentos completos de Chejov, empresa magnifica de Paul Viejo. Y finalmente los autores más emblemáticos de la casa como Fernando Iwasaki, Eloy Tizón, Javier Sáez de Ibarra que inauguró el primer premio de la editorial con el Consejo Regulador de Ribera de Duero, y Andrés Neuman que además de editar cinco Pequeñas Resistencias, recogiendo cuentistas de diferentes latitudes, ha reunido en el mismo toda su obra breve y ahora en octubre nos entrega «Anatomía sensible».

Lo que no se entiende mucho es que este premio por ser cultural no tenga dotación económica y sólo sea un brillante goce honorífico. Como si los editores anduviesen sobrados en su oficio y su economía funambulista no necesitase de un buen soplo de euros. Cuánto pesa el erróneo concepto de lo gratuito como faja para la cultura. En cualquier caso, este Nacional a la Mejor Labor Editorial se prestigia a sí mismo, y los mundos del cuento están de enhorabuena. Una felicidad que no quita que sus editores continúen en máquinas, de aquí para allá, preparando el trimestre con el lanzamiento de nuevos libros con los que seguir dando la talla. Pero entre tanto, queridos Encarni y Juan, un brindis y como tú dices maño:¡Besicos!