Un imaginario mundo sin estaciones sería terrible, y la razón es que en el fondo nos gusta la vida, que las tiene. Por eso la vida de cada uno se encuentra bien en el ciclo de las estaciones, en el que se siente representada y proyectada. El principio de otoño es el tiempo todavía de la cosecha, o, más bien, de su aprovechamiento y celebración. Es también el de las zarzamoras, las avellanas, las nueces y (pronto) las castañas, del amor rugiente de los venados, de la migración de los enormes alcatraces siguiendo la costa, del atiborramiento de los osos para pasar el invierno, de la alta montaña ya sin calor pero todavía sin nieve, de los grandes estrenos de cine, de la nueva cosecha de libros y del retorno a las aulas y cursos de cualquier clase. Pero el verdadero amante del otoño goza, sobre todo, del lento retroceso de la luz, de su venida a menos.