Sin duda, el matrimonio es la mayor fuente de divorcios que conozco. Apenas le presenten a alguna persona divorciada, pregunten y verán cómo estuvo casada con anterioridad a su último estado civil. Si algún gobierno quisiera erradicar el divorcio, sólo tendría que suprimir la institución marital, del mismo modo que para eliminar los botellones sólo hay que decretar el cierre de las factorías de hielo. Edgar Neville, nuestro malagueño de adopción, decía que el matrimonio es una carga tan pesada que necesita de tres para ser llevadera. Asoman su nariz los meses otoñales y, tal vez como metáfora del fin de días luminosos y divertidos, proliferan las bodas y sus consecuencias inevitables, esto es, que dos seres adorables estropeen una preciosa relación el uno contra el otro, sin que haya mediado provocación previa. Hay relaciones que terminan mal y finalizan en boda, del mismo modo que existen quienes se casan para odiarse mejor y cumplir así la amenaza proferida cuando se intercambiaron esos anillos provisionales que, en el día de autos, un juzgado sentenciará como perpetuos. Los científicos avisan una y otra vez sobre los efectos adversos de esta práctica tan extendida, como ese de la perpetuación de la especie, una pésima noticia para la vida en el planeta salvo para piojos, ladillas y otras especies amigas y cariñosas de verdad. Varios estudios serios financiados por los principales bufetes de abogados divorcistas junto con la confederación de hoteles de carretera, insisten en que somos simios promiscuos. Ese estado marital hacia el que nos conducimos, en ocasiones con demasiada parafernalia y absoluta falta de discreción, constituye un acto contra natura que cuando se intenta remediar más tarde acarrea consecuencias aún peores que el error cometido, en cierto modo, una especie de suicidio donde dos humanos, de común acuerdo, abandonan su individualidad para convertirse en un archiser como el ron cola o el café con leche tan complicados luego para devolver cada componente a su botella primigenia.

Siempre lloro en las bodas. No puedo soportar ver impávido lo que esas dos personas se están haciendo. Bajo el prisma de esta concepción positiva sobre el matrimonio, me resulta casi imposible comprender ese tipo de celebración que se llama despedida de soltero o soltera, ambas ininteligibles para mí. Según observo por las calles de mi Málaga convertida por mérito municipal en destino frecuente de tales festejos, el adiós se entona sobre todo a la dignidad de los contrayentes quienes se ven ridiculizados mediante penes de trapo en la cabeza o embutidos en minifaldas. La comparsa suele ir uniformada por aquello del espíritu de equipo. Una vez todos indignos, el número fuerte de la gala consiste en ir dando voces por la calle, incluso para llamarse a un metro de distancia. Lo de los novios es un pecado que de por sí ya arrastra su penitencia pero lo de la compañía se acerca a un peligro de salud mental en más de una ocasión. A mi pesar me estoy haciendo un experto en estas cuestiones tan inesquivables como el viento o las defecaciones de las palomas cuando paseo las calles de mi ciudad en la que con frecuencia me siento extraño. Por supuesto que yo también he participado en despedidas. Cuando uno es joven el campo de las idioteces se sitúa ante los ojos para ser arado una y otra vez con los mismos errores que los demás ya cometieron. Una de las características del humano es su incapacidad para escarmentar en cabeza ajena. Pero creo que fuimos mejores amigos del novio de lo que compruebo en estas gentes que con tan poca piedad agreden los ojos y oídos de quien se cruce con ellos, incluidos la y el estríper. Emborrachamos al novio y nos dirigimos a la estación de tren para enviarlo hacia Bilbao. Pero despertó y al día siguiente se sacrificó en el altar junto a una maravillosa amiga. Al menos lo intentamos y él siempre podrá aducir en su defensa que firmó aquellas nupcias narcotizado. Ya que sabemos que los divorcios conllevan sinsabores deberíamos de prohibir el matrimonio para que se extingan, de paso, esas ceremonias contra la honra humana, anuncio de martirios.