Se manifiestan todos los viernes los jóvenes de muchas partes del mundo para que la clase política se deje de palabras y adopte medidas concretas y urgentes para intentar detener el cambio climático.

Aseguran los científicos que cada vez queda menos tiempo para salvar al planeta de la catástrofe que pronostican y que algunos idiotas poderosos como el presidente de EEUU, Donald Trump, se empeñan en negar.

Nos advierten, sin embargo, los apóstoles del 'decrecimiento' que nada se conseguirá si no empezamos por cambiar nuestro modo de vida, si no reemplazamos un sistema económico depredador de recursos por otro que tenga en cuenta que no hay un planeta de repuesto.

Y mientras tanto los científicos no se resignan, no se dan por vencidos y buscan la forma de detener mediante nuevos experimentos en océanos y glaciares un proceso que parece a todas luces irreversible: el calentamiento del planeta.

Uno de esos experimentos, inspirado por el oceanógrafo John Martin, consiste en aumentar el fitoplancton de los mares mediante la siembra masiva en ellos de sulfato de hierro, aprovechando la propiedad que tienen esos organismos de absorber los gases de CO2 y llevarlos, al morir, al fondo oceánico.

Científicos de la Universidad Regina, de Saskatchewan, llevaron ya a cabo en 2012 con éxito un experimento de ese tipo en el golfo de Alaska, frente a las costas canadienses. La absorción de los gases de efecto invernadero por el plancton así generado permitió el rápido enfriamiento de una enorme superficie marina.

Según los científicos, bastaría 'fertilizar' de esa forma un uno por ciento de la superficie de los mares para absorber las emisiones anuales de CO2 que genera anualmente la acción humana en el planeta: unos 40.000 millones de toneladas. Sin embargo, una fuerte mortalidad de ese plancton agotaría el oxígeno y crearía zonas sin vida marina.

Otras ideas son colocar en el espacio espejos gigantes capaces de desviar los rayos solares, inyectar minúsculas partículas reflectoras en la estratosfera que impidan la creciente concentración en la atmósfera de CO2 o capturar y filtrar esos gases mediante turbinas especiales para su posterior utilización como abono agrícola o por los fabricantes de bebidas gaseosas.

Todo ello exige tiempo además de grandes inversiones, y ya hay capitalistas, muchos de ellos gente como Bill Gates, Mark Zuckerberg, Jeff Bezos, dispuestos a arriesgar el dinero que les sobra en esos y otros experimentos similares.

Pero hay un problema, y es que, incluso si esos experimentos tuviesen éxito, no sabemos de qué modo y en qué grado afectarían al delicado ecosistema del planeta, a la capa de ozono, a la circulación de los océanos, a la vida terrestre y marina.

¿Se crearían nuevos y peligrosos desequilibrios y no sólo entre distintas regiones que podrían dar lugar a nuevas guerras? ¿Estaríamos jugando a aprendices de brujo sin prever las posibles consecuencias de todos esos experimentos?

Y al mismo tiempo, ¿no se está confiando demasiado en la ciencia y los avances tecnológicos para evitarnos lo que parece cada vez más inevitable: la renuncia a un estilo de vida basado en la más absoluta libertad individual y el consumo irresponsable? ¿No deberíamos empezar por ahí?

De momento, tras haber atravesado toda Francia y España camino del Sur de nuestra piel de toro, a uno se le ocurre lanzar de momento una proposición mucho más modesta: repoblar de árboles un país que tanto los necesita.

Así no nos quedaríamos en la denuncia de la salvaje deforestación de la Amazonía. ¿No podría además cada ciudadano apadrinar un árbol allí donde resida? Las próximas generaciones con seguridad nos lo agradecerían.