No voy a votar otra vez, ni lo sueñen. ¿Por qué he de hacerlo si, ya en su día, introduje mi voto en la urna de manera más que legítima? No voy a suplirles, señores diputados, su carencia total de responsabilidad política votando de nuevo. A ver cuándo se enteran de que esto no es lo que ustedes quieran, sino lo que nosotros digamos. ¿Pero qué se han creído que somos? Votar otra vez implica un reconocimiento personal y tácito de que mi pronunciamiento del veintiocho de abril no fue válido, y eso, le pese a quien le pese, no es así. ¿Por qué suponen ustedes, señores diputados, que acaso yo voy a cambiar mi voto? Es más, ¿cómo llegan a creerse, cómo siquiera se imaginan, que yo voy a volver a votar unas listas en las que se reflejen los mismos nombres de los individuos, señores diputados, hablo de ustedes, que no han sido capaces de llegar a consenso alguno en seis meses? Juro ante Dios y ante la ciudadanía que éste que les escribe tendría que perder la cabeza antes de otorgar la confianza a una nueva lista resultante de un corta y pega con la anterior. Pero claro, ustedes dirán, señores diputados, cada uno desde su particular posición, que la culpa no es de su grupo sino de los otros, que ustedes estaban dispuestos a propiciar la mejor opción de gobernabilidad pero que la bancada de contrarios se ha cerrado en banda. Respuestas y excusas, señorías, que vienen a asimilarse a los consabidos «él empezó primero», «la culpa es suya», «pues ya no me junto» o, la mejor, «me rebota, me rebota y en tu culo explota». De vergüenza. Un país como el nuestro, que protagonizó de manera ejemplar el paso de un régimen dictatorial a uno democrático sin atajar por los trechos de una guerra civil, un país en el que fueron capaces de afinar y modular la Transición extremos tan patentes como Fraga y Carrillo, un país que se superó a sí mismo en una época en la que las heridas aún rezumaban sangre, ese país, el nuestro, no se merece el ridículo y la deshonra que irradia la actual clase política española: un atajo de simplones que no son capaces de ponerse de acuerdo en el color de la leche, y mucho menos para propiciar un simple espaldarazo a la gobernabilidad. Qué mala es la hemeroteca, cómo cambian ustedes, señorías, de criterio dependiendo de su posición en la legislatura. Valiente Congreso de charanga y pandereta, de sillones y despachos codiciados a los solos fines de aferrarse a un escaño, a una nómina o a un puesto de altura a costa de la olla gorda que todos pagamos a cambio de nada. Permitir que se repitan unas elecciones es uno de los mayores fracasos democráticos que puede echarse a sus espaldas un parlamento, un gravísimo traspiés de la clase política, no de la ciudadanía. El concepto de interés público hace ya muchos años que apareció degollado en un callejón, junto a unos contenedores. También le habían robado la cartera, para más señas, pero supongo que ese detalle ya se lo imaginaban. Al arte de saber negociar, esa responsabilidad, señorías, a la que ustedes se deben, le ocurrió algo parecido. Una noche bajó a por tabaco y nunca más se supo. Hasta hoy. Pero claro, a pesar de todo ello, aquí no ocurre nada. O mejor dicho: a ustedes nunca les ocurre nada. Para eso, para que te ocurra algo, hay que ser un ciudadano de a pie. Porque si un gigante empresarial, a través de su junta directiva, me contratara a mí y a mi equipo para presentar y liderar un proyecto de envergadura nacional y presupuesto millonario, ¿saben que ocurriría si seis meses después me presentara ante ellos con las manos vacías? ¿Lo saben, señorías? Pues que me iría a la cola del paro y con la incuestionable certeza de que esa empresa jamás volvería a contratarme. Así es la vida. La nuestra, quería decir, no la suya, señorías. Y ahora, seis meses después, su cuadra circense, su caricatura del Callejón del Gato, su suerte de farándula, ¿pretende que yo vuelva a votar los mismos nombres a través de sus papeletas recicladas? Van ustedes listos, señorías.