Lo vemos en el Reino Unido del brexit; también en la Italia de Matteo Salvini, en Alemania, con su nuevo partido de extrema derecha, y por supuesto en los Estados Unidos de Donald Trump: me refiero al envilecimiento del lenguaje de los políticos.

Cada vez más ególatra y fanático, el primer ministro británico, Boris Johnson, recurre en el Parlamento a una retórica combativa en la que descalifica como «colaboracionistas» a los disidentes de su propio partido y los acusa de «capitulación» frente a Bruselas.

En un acalorado debate con el líder de la oposición, el laborista Jeremy Corbyn, el político tory le insultó calificándole de «big girl's blouse», término inglés que equivale a «afeminado y débil». En otra ocasión se refirió a él como «pollo clorado» por negarse a aceptar su desafío electoral.

El hasta hace poco hombre fuerte del Gobierno italiano, Matteo Salvini, no escatimó desde el Ministerio del Interior que dirigía los más crudos insultos a rivales políticos, periodistas, intelectuales y sobre todo a las ONG especializadas en el rescate de migrantes, a las que llegó a calificar de «buitres del Mediterráneo».

A la joven capitana del barco humanitario Sea Watch, la alemana Carola Rackete, el entonces ministro del Interior Salvini la llamó públicamente «chulita, forajida, cómplice de traficantes, asesina potencial, criminal, delincuente y pirata».

¿Cómo extrañarse de que con un dirigente así como modelo, algunos de los presentes en el desembarco en Lampedusa de los inmigrantes que llevaba aquel barco lanzasen a la capitana un «!Espero que te violen cuatro negros!», entre otros insultos racistas.

Más arriba en el mapa de Europa, tampoco muestran mayor elegancia verbal o gestual los dirigentes del partido de extrema derecha Alternativa para Alemania, para quienes la canciller federal, Angela Merkel, es nada menos que «una Volksverräterin» (traidora al pueblo).

Un político de ese partido llegó a calificarla como de esa «puta Merkel que deja entrar a todos», en referencia a su decisión de abrir las puertas a los miles de refugiados de Oriente Medio que se habían agolpado en la frontera con Austria.

Todos esos líderes y otros dirigentes populistas como el húngaro Viktor Orbán o el brasileño Jair Bolsonaro tienen sin duda un excelente maestro en el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quien no parece conocer otro lenguaje que el del desprecio y el insulto, unidos a la mentira y el autobombo.

Lo mismo en sus actos públicos que en sus tuits, Trump no ha dejado de insultar a todos -desde rivales políticos y excolaboradores hasta los colectivos más vulnerables-.

Todos recordarán los insultos que profirió en su campaña contra su rival demócrata, a la que llamó repetidamente «tramposa» (crooked Hillary). Por no hablar de los dirigidos contra las mujeres, los inmigrantes hispanos - «narcotraficantes, violadores y portadores de enfermedades venéreas»- los musulmanes o los afroamericanos.

Lo peor de todo es el hecho de que esa retórica cada vez más encanallada que gastan muchos políticos lejos de repugnar a la ciudadanía despierte muchas veces hilaridad e incluso aplausos: es decir que ese tipo de lenguaje se haya hasta cierto punto normalizado y no sólo allí donde gobiernan los populistas.