Era cuestión de tiempo. Sabíamos que ocurriría tarde o temprano. La pregunta no era si lo talarían, sino cuándo lo harían. Si hay alguien que lea esta columna con regularidad, recordará al almendro clandestino de mi calle, el que crecía sobre un colector de saneamiento y en las inmediaciones de un centro de transformación eléctrica. Un atormentado ejemplar que ha inspirado muchos artículos a quien esto escribe.

Este de hoy será el último. Un día, el almendro prófugo simplemente desapareció. Si no hubiese sido un árbol, casi se diría que se marchó por su propia voluntad, sin dejar unas señas en donde localizarle. Nada de dramas: ni un tocón sobre el que lamentarse, ni unas astillas en el suelo a modo de testimonio de la tragedia, ni siquiera unas sutiles hojas en el asfalto que demostrasen su existencia previa; la ejecución se llevó a cabo con limpieza y precisión quirúrgica. No hay nada que reprochar al técnico que decretó su eliminación: una avería en el colector hacía necesario el acceso a su trazado y semejante tarea era imposible mientras estuviese allí nuestro almendro. Pero, ahora que ya no está, su ausencia comienza a dejarse notar. La consecuencia más obvia es el empobrecimiento visual: la mirada busca impaciente al árbol desaparecido y sólo encuentra un hueco rodeado de edificios. No daba excesiva sombra, pero algo refrescaba, y ¡cómo tamizaba la luz! En los meses más oscuros del año será cuando más lo añoremos: el tiempo en que florecía. Por cierto, tampoco vienen ya las avispas. Y los huidizos verdecillos y currucas que frecuentaban su copa se han desvanecido, su canto ha dejado de animar el lugar. El almendro clandestino de mi calle es ya sólo un recuerdo y nos ha legado una formidable metáfora de la extinción global que nos amenaza.