La publicación de «Imperiofobia y leyenda negra» por parte de Elvira Roca ha supuesto una bocanada de aire fresco y limpio de tal magnitud, no solo en la historiografía española, sino a nivel del lector medio español, que ha provocado que muchos sentimientos y conocimientos, que estaban ocultos por puro miedo, por respeto humano mal entendido, por el qué dirán, hayan aflorado, se haya perdido ese pudor y esa vergüenza a manifestar y aceptar lo que somos los españoles como pueblo y se haya despertado una inusitada pasión por el estudio y la revisión de la historia de España, que como todas tiene luces y sombras. Pero en nuestro caso muchas más luces que sombras. Que un ensayo sobre historia alcance en un país tan poco culto como el nuestro, más de treinta ediciones, es algo insólito que pienso debe movernos a reflexionar. Más aun en estas fechas en las que la historia, cuyo conocimiento se niega en las aulas a los alumnos, por haber sido prácticamente eliminada de los planes de estudio, es utilizada políticamente sin el más mínimo pudor, y lo que es peor, sin el conocimiento mínimo, que debería exigirse a los políticos que nos gobiernan en funciones. Es decir, se niega a los jóvenes el conocimiento y aprendizaje de una materia, la historia, que al mismo tiempo se utiliza de forma inverosímil para justificar errores, o decisiones políticas. Y los jóvenes ignorantes, porque nadie les ha enseñado, aceptan la doctrina progresista de que somos un país con un deleznable pasado. Ello coincide con la vuelta del indigenismo, la revisión del papel de España en el descubrimiento y civilización de América, la condena a la obra de los misioneros en California, o el Paraguay, por poner dos ejemplos. Condena promovida por la hipocresía calvinista y luterana, como el Me too, o la caza al hombre, como en el caso de Placido Domingo, que por lo que conozco del mundo de la ópera, no es otra cosa que un señor al que le encantan las señoras, lo que antes se llamaba un ligón. Pero nunca un depredador sexual, ni un violador. Y, en general, por negar la colosal obra de una nación, España, a la que la Iglesia nunca podrá agradecerle suficientemente lo que nuestro país, nuestra Corona y nuestro pueblo han hecho por ella durante tres siglos continuados. Y esto hay que decirlo, porque no hay razones para callar. Se puede ser católico y afirmar esto sin miedo, de la misma forma que la propia Iglesia reconoce sus errores del pasado. Y no pasa nada. Ahora se acerca el Doce de Octubre y muchos volverán a sentirse acomplejados, avergonzados y temerosos de ser españoles, cuando no en abierta rebeldía contra ese simple hecho. Solucionar este problema llevaría mucho tiempo. Y utilizo el potencial porque no se ve el menor interés por parte de los poderes públicos por hacerlo. Esto tendrá que arreglarlo el pueblo llano desde abajo, como en otras ocasiones ha solucionado otras cuestiones, incluso más graves.

Uno de los puntos en que se demuestra con absoluta claridad la falsedad absoluta de ese planteamiento lo constituye el extraordinario y desconocido en España arte virreinal, que no puede ser otra cosa que lo que es: una bellísima manifestación de puro mestizaje. Estoy hablando del arte que se produce en un vastísimo territorio que, durante tres siglos, fue tan español como Soria, Sevilla, Barcelona, o La Coruña. Recuerden el enunciado de la Constitución de 1812, que habla de «españoles de ambos lados del Océano», presididas por un canario y con un Regente nacido en Perú, en ausencia vergonzosa de los titulares, o aspirantes a la Corona, Carlos IV y Fernando VII.

El arte que se produce en Hispanoamérica es muy diferente al que se produce en la Península. No es arte español en América, ni indigenismo. Es la unión de ambas cosas, mestizaje. Las sociedades virreinales son mestizas, multirraciales y aunque al comienzo de este periodo histórico de tres siglos existe una correlación del arte con las razas, posteriormente se llega al punto, en el que no se sabe si una obra está hecha por un español de España, o por un indígena, e incluso si el autor de una obra anónima es una cosa, u otra. Por ejemplo, se pensaba que Diego Quispe Tito, un muy estimable pintor de la escuela cuzqueña, era inca, mientras que Basilio de Santa Cruz era español europeo, por las diferencias de enfoque de sus obras. Ahora se sabe que ambos eran indígenas del XVII. Luego la correlación arte-raza era falsa. Se creía que Juan Gerson era un hispano flamenco, hasta que se descubrió que era un cacique local. Hoy no sorprende que un indio pudiera pintar como un español. En 1720 se intenta regular que solo los españoles, o los caciques pudieran ingresar en el gremio de pintores. No se aprobó, por presiones de los pintores mulatos, porque ellos se consideraban españoles. Estas paradojas explican la hermosa pintura de castas, las combinaciones raciales, ser español no estaba condicionado por el ADN. El ingreso en el gremio solo estaba condicionado por el hecho de saber pintar, o no. Como el vicepresidente de la República de Cuba, el «gallego» Fernández, nos explicó a Alfredo Tajan y a mí, en su despacho del Palacio de la Revolución, las castas estaban recogidas en el Registro Civil, incluso después de la independencia, pero todos eran españoles.

Hablar de arte y artistas españoles es imposible, porque cuando se crea la Academia de San Carlos, llegaron maestros españoles, pero ya había escuelas muy arraigadas. Todo tipo de artistas españoles llegaron a América, pero sus obras ya no eran españolas, sino mestizas y la diferencia no estaba solo en las formas. Incluso la continuidad de formas no significa, ni implica continuidad de espíritu. Y viajaron no solo los artistas, sino también las obras. Solo en el intervalo de los siglos XVI y XVII, viajaron veinticuatro mil obras, desde Pedro de Mena a Juan de Mesa, desde Vicente Carducho a Zurbarán, es decir primerísimas obras de primerísimas figuras. Y todos los grandes artistas tenían parientes en América. A veces, solo con documentación fehaciente puede probarse si una obra es de origen español, o indígena, sobre todo en México, donde el arte virreinal alcanzó unos niveles realmente impresionantes. El barroco americano, del que también tenemos muestras en España, es de una deslumbrante belleza, pero con sus características propias muy definidas.

Y qué decir de la música? Oigan la música chiquitana, o los coros de las catedrales de Lima, La Paz, Quito o México. La música barroca americana, cantada en español, o en quechua es realmente bellísima y conmovedora. Y el flamenco, a través de Cádiz, recibe una influencia americana de tal fuerza, que las colombianas, los tanguillos, las rumbas, las guajiras no existirían sin esa influencia. ¿Esto es segregación, o es mestizaje? Mestizaje. ¿Se enseña esto a los niños y jóvenes en los colegios? No. ¿Es esto multiculturalismo? No. Es mestizaje, otra creación jurídica española. Como el liberalismo, que hasta el término es español, o guerrilla, que también lo es.

Acéptenme un consejo. La próxima vez que vayan a Madrid, visiten el Museo de América. Es una joya desconocida, en el que se comprenden y entienden muchas cosas.