No siempre, pero a veces pasa. Pasa que una buena idea, pensada, proyectada, vista y desarrollada sobre el papel, cuando revive con cuerpos y almas que les dan sentido, oh, algo pasa y ya no es tan buena. Pasa que en algún momento de la historia de la tele, un grupo de gente vislumbró como magnífica idea, como idea revolucionaria, escoger del montón de la calle a un puñado de anónimos, hombres y mujeres, desconocidos entre ellos, meterlos en una casa fabricada para la ocasión, y vigilar su convivencia con decenas de cámaras de televisión y focos que jamás descansaran y hacer partícipe del experimento a miles, millones de personas, que verían crecer sus incipientes amores, que serían testigos de rencillas creadas en cuatro días, que podríamos distinguir sin dificultad al pelota, al tocapelotas, a la dominanta, al liante, a la calientapollas, al hijo de puta, en fin, que Gran Hermano revolucionó los formatos televisivos y reventó en miles y miles de hogares como una buena idea, como una excelente idea que degeneró en una peste, en una idea fallida que sigue siendo extraordinaria en lo económico para quienes conforman la empresa que la cobija y que, hay que decirlo, hoy es un estercolero donde quienes entran perdieron la virginidad del concursante ingenuo en connivencia con unos espectadores recalcitrantes que también tienen el diente retorcido y les va el consumo de porno barato. Masterchef fue en su día otro ejemplo de buena idea que el tiempo ha ido llevando al lado oscuro de lo fallido. Se repite el perfil de concursantes y se repite hasta el empacho y se desvela el truco el trabajo del jurado, que sí, en un primer momento tenía su gracia ver como ogro a Pepe Rodríguez, como bomboncito con picardía a Jordi Cruz, y como una que pasaba por allí a Samanta Vallejo-Nájera, pero en el ecosistema de la supervivencia televisiva, a golpe de guionistas, Jordi es ahora un tío con un humor de malafollá recrecido, Samanta una estirada redicha y Masterchef un programa que de cocina tiene lo que Albert Rivera de tío estable.

Toy boy

Me entero de que Andrés Pajares tuvo su primera experiencia sexual con 4 años, aunque habría que escribir con sólo 4 años. A los diez tuvo su primer orgasmo, pero no un orgasmo cualquiera, no, fue un “orgasmo telefónico” con una amiga de su madre que “confeccionaba fajas”. Hagamos cuentas. Pajares, todo un premio Goya por la excelente ¡Ay, Carmela!”, con Carmen Maura, nació en Madrid en 1940. Es decir, el orgasmo tuvo lugar en 1950 en una España en la que el teléfono era un objeto de lujo, caro para una familia del montón, así que menos lobos, Caperucita. Es una idea buena, pero creo yo que fallida por contarla como real en vez de desarrollarla en el apartado de la ficción. Sea lo que sea, está claro que Andrés Pajares con el sexo es como el Picasso de Genius: Picasso, la serie con Antonio Banderas -terminó la pasada semana en La 2 -en donde el malagueño es un picha brava que tiene el pito más a mano que un pincel y, por tanto, es otro ejemplo de buena idea -siempre lo es hablar del genio malagueño- que cuando el guión se hace carne en la realidad de la serie algo se estropea y no acaba de seducir. Y ahora sí, me remango y voy al meollo de esta pieza, cuya idea motriz nació viendo Toy boy , a la que aquí se le dedicó un apunte rápido que necesita una mirada más pormenorizada que ejemplifica el titular, Toy boy es una buena idea fallida. Toy boy cuenta la historia de un chico guapo, Jesús Mosquera, que se dedica a bailar enseñando el culo en un club para juergas de todo tipo al que le endilgan la muerte de un hombre, el marido de su amante, Macarena, Cristina Castaño, madura y poderosa. El stripper dice que no es el asesino sino una víctima. Entra en la cárcel y sale de ella a los siete años defendido por la joven abogada, y tan joven, María Pedraza. Juntos tratan ahora de averiguar quién hay detrás de aquel crimen. Perfecto. Suena bien. Chicos como dioses de bronce, guapos y morbosos, excelentes localizaciones en la Costa del Sol, en Málaga, fotografía cuidada, grandes creadores y productores como César Benítez, Emilio Pina o Rocío Martínez, una gran empresa audiovisual, que entiende mucho de todo esto, como Atresmedia, y actores de primera como la mentada Castaño, Pedro Casablanc, José Manuel Seda, María Pujalte o Elisa Matilla.

Irresponsable

¿Qué pasa, entonces? Algo se perdió en el camino que va de la oficina donde surgió la idea, la buena idea, y su desarrollo en la pantalla, donde lo más importante falla. Si a la cabeza pones a dos criaturas sin curtir, que se les nota la costura de su falta de cocción, malo. Jesús Mosquera, digo, es guapo, morboso, llena la pantalla, pero… Podrá ser, o fue, un buen jugador de fútbol, pero no es suficiente para defender un personaje que no es sólo cuerpo. ¿Y la abogada? Pura insensatez. María Pedraza, a la que le han puesto gafitas, arreglado el pelo, y faldita de monja a ver si aparenta más edad, sólo la imagino saliendo del instituto con su carpeta repleta de fotos de sus cantantes favoritos. Y no hay dios que la entienda, coño, no vocaliza, no hay forma de llegar al final de sus frases porque a la mitad te has quedado bloqueado por si es la tele, tu oído, o la nena que se perdió la clase de vocalización. En fin, le daré una última oportunidad por si Toy boy, buena idea, no es tan fallida como la pinto aquí. También cabe el viaje al revés con la mimbre que venimos usando, es decir, que una idea fallida acabe en buena idea. La idea fallida es la de la pantomima que montó Risto Mejide y su tropa anunciando que se convertían en gallinas del patio político con nombre explicativo, Peor no lo haremos. Si esa es la idea fallida, ¿cuál es la buena idea? Pues retirarse de la contienda. Mejide lo explica con metralla sentimental de papá reciente, “mi proyecto más importante mide 50 centímetros y pesa 4 kilos”. Lo de Mario Vaquerizo diciendo a los niños de Vuelta al cole en Telemadrid que “el feminismo me da igual” lo dejo para la columna que dedique a los necios, a los irresponsables sin remedio.