Vivimos en una ciudad donde el verano no tiene prisas y el turismo te hace pensar que siempre es agosto, a no ser por la profusión de procesiones, que te inclinan a pensar que quizás todavía es Semana Santa. Si estás de vacas, ha de ser una sensación fenomenal: oye, la gente aquí en Málaga siempre de fiesta, qué envidia vivir aquí; pero cuando tienes que trabajar por imperativo «factural», es como si estuvieras de forma permanente a las puertas de una fiesta a la que no tienes tiempo para asistir. Y claro, cada vez más peña hace de la necesidad virtud y se une al batallón de servicios de ocio y cultura: si no puedes con la fiesta, únete a ella. En esta tesitura está mi amigo Carlos. Es pianista, y un día, casi sin querer, se puso a tocar en la calle. Para su sorpresa, la cosa funcionó bien y ahora se pasa más tiempo con su teclado en calle Alcazabilla que practicando escalas en su piso. En los descansos que les da a sus manos, pontifica sobre toda clase de temas. En especial, claro está, de música:

—El punk embiste de nuevo. «La rebelión de los no creyentes contra los descreídos»: así definió Tristan Tzara el dadaísmo. El movimiento punk es el dadá musical; la rebelión del ruido rabioso contra los rebeldes ricos del rock. Nació en los suburbios de Londres y Nueva York, hecho por jóvenes que no se identificaban con las lejanas estrellas del rock. Fue Malcolm McLaren, mánager de los New York Dolls y de los Sex Pistols, quien consiguió canalizar toda esa energía bruta en una máquina antisistema, sumamente eficaz y rentable. Como el dadaísmo, el punk fue poderoso y efímero: «Doce voces gritaban enfurecidas, y eran todas iguales. No había duda de la transformación ocurrida en la cara de los cerdos. Los animales, asombrados, pasaron su mirada del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo; y nuevamente del cerdo al hombre; pero ya era imposible distinguir quién era uno y quién era otro»; así concluye 'Rebelión en la granja': así acabó el punk. Y sin embargo, ha vuelto. Veremos qué pasa.

Sonríe y se lía un cigarrillo. Abre una lata de birra y me señala el Albéniz, donde hay una retrospectiva de un director que nos gusta mucho a ambos. Me dice:

—Hacer cine de palabras en el país del cine a gritos; Tom DiCillo en los Estados Unidos. Un artesano en la Gran Fábrica del Espectáculo. Cine sin explosiones ni efectos informáticos, que explora los afectos y defectos de ser humano y del ser humano. Una trayectoria constante, con películas buenas y regulares, equivocándose porque quiere acertar, acertando porque no le importa equivocarse: Living in oblivion, Box of moonlight, The real blonde€ Como con Delirious, Concha de Plata al mejor director y premio del jurado al mejor guion en el 54.º Festival de Cine de San Sebastián. La Industria Enorme presta sus estrellas a DiCillo; este les da prestigio, aprovecha su talento. Sin grandes productoras no habría directores independientes; sin directores independientes habría productoras, pero no cine. Por una vez, todos contentos, hasta el espectador.

Apura la cerveza y le da la última calada al cigarrillo. Se cruje las manos y mira en derredor. Sí, hay grupos de turistas arriba y abajo. Estos parecen alemanes, nada mejor que ofrecerles algo de Falla (El amor brujo es infalible para atraer espectadores), seguir por Chopin, trastocarlos con un pasodoble y culminar con Bach. Antes de iniciar su concierto y a modo de despedida, me dice:

—Me estoy releyendo a Carroll. Es el autor más moderno de la historia. Él previó todo esto. El mundo es una coctelera gigante y cada vez hay más elementos, que se combinan y se mezclan de forma continua: hace años que todos caímos por el gran agujero, la Reina de Corazones es nuestra soberana, la vida es tan absurda como divertida y, sin embargo, seria y llena de trampas. «He visto muchísimas veces un gato sin sonrisa, ¡pero una sonrisa sin gato! ¡Es la cosa más rara que he visto en toda mi vida!», decía Alicia en el País de las Maravillas. Las paradojas son divertidas; la risa es imprescindible. Y alguna lágrima también se nos escapa.