A la izquierda del lenguaje. En ese lugar que el lector no ve y en el que la palabra se piensa a mano. Su peso, su ritmo, su huella. A partir de una imagen, de la saliva de una idea, como relámpago que sucede e ilumina el resto de palabras que le pertenecen o que dependen de ella. Puede ser espontánea o una palabra a la que uno le lleva tiempo dando vueltas. No vale cualquiera porque de su orilla parte el viaje de la escritura. La frase a la que el escritor -el periodista también- se sube y conduce en busca de un territorio de cuyo horizonte no está del todo convencido. Si es en papel de prensa, igual que una carrera de coches contra la realidad que siempre tiene en la salida el perfil de una chica que ha bajado la promesa de su pañuelo. En una novela en cambio, la narración transcurre por la ruta 66 entre desiertos calcinados, espectros de montañas, estrellas deslumbradas de sí mismas en el cielo y el brillo silencioso de esa soledad que susurra al oído que nunca termine el viaje. Este mapa es el que siempre llevo en el bolsillo cuando voy a emprender esos caminos de lo literario.

Lo aprendí de un tipo llamado Peter Handke cuando yo era un joven aprendiz -tengo la sensación real de seguir siéndolo- leyendo su fantástica historia del antiguo guardameta Josef Bloch de «El miedo del portero ante el penalti» y la entrevista de primeros de los años ochenta que le hicieron en la revista Quimera, por entonces mi mejor Manual de Literatura, en cuyas respuestas explicaba ese origen de su escritura. Su manera de dibujar cada palabra en el folio en blanco de su cabeza, antes de abrirle la puerta a la caligrafía de la imaginación para perseguir la posibilidad de una verdad. Esa forma suya de contar historias me enamoró a través de su guion de «El cielo sobre Berlín» de Wim Wenders --también descubrí allí el rostro imperturbable entre la dureza del superviviente y el desvelo del perdedor de Bruno Ganz, y por supuesto a ese cuarto ángel que era Natasha Kinski-. Muy poco después, disfruté en una tarde de café con cristalera al otro lado de la realidad en la que todo lo que transcurren son fantasmas de su hermoso libro «La tarde de escritor». Y años más recientes de «Historia del lápiz» donde dejé subrayado para la memoria que «el escritor es un acomodador de lugares». Quiero decir con todo esto que me he alegrado mucho de que al Nobel le hayan dado Peter Handke.

Cada año el Premio Nobel, al igual que otros galardones, promueve una quiniela de aspirantes entre los best sellers de moda, a pesar de que sus autores sean irregulares -sería el caso de Murakami, que como buen corredor de maratones tiene libros en los que se dosifica, otros donde desfallece, y algunos en los que se sube arriba y se adelanta a sí mismo. Están también los desconocidos de los que no se saben muy bien si son elegidos por cuota de lenguas y de países -el caso de la polaca Olga Tokarczuk, flamante ganadora- o de la poeta china Can Xue prácticamente desconocida; los nombres de culto como el caso de Ngngi Wa Thiong´o; los escritores que son un valor seguro cada año entre los que siempre suena el talento de Margaret Atwood; aquellos a los que el encantamiento seductor les abre cuestionables puertas, y finalmente quienes gozan de un respaldo que parecen mantenerse entre la simpatía y el rechazo, ahí entrarían César Aira y Javier Marías. No es fácil consensuar un Nobel. Ningún premio lo es, excepto los que son de encargo con disfraz de debate. Hay premios incomprensibles en función de su epígrafe, ya que un Nacional, un Príncipe de las Letras o un Nobel deberían tener la exigencia de que los candidatos fuesen más o menos conocidos y a veces lo que resulta es el extrañamiento. No ha sido así con Peter Handke aunque sea discutible si es leído en España poco o mucho por las nuevas generaciones sin el entusiasmo de los que en los ochenta leíamos también a su paisano Thomas Bernhard y sus maravillosos libros de cuentos «El imitador de voces» y «El carpintero y otros relatos», al igual que sus novelas «Helada» y «El sobrino de Wittgenstein». Y al suizo Max Frisch del que recuerdo con gusto «No soy Stiller», «Homo Faber» y «Barba azul», publicados generalmente por Alianza -uno de los mejores pasaportes de bolsillo de la lectura universitaria -. Lo mismo que otros premios dependen de la fuerza argumental y la convicción de alguien del jurado decidido, al igual que en otro tema equidistante como el judicial de «Doce hombres sin piedad», a defender una elección, desmontar recelos sin criterio y las fobias que suelen existir en estas lides. De estos me fio mucho más que de los que responden al amiguismo, al veto ejercido por la celosa mediocridad, y de los que buscan otros intereses de marketing que nada tienen que ver con los principios éticos del galardón.

Este año el Nobel a Handke no se ha librado de polémica. No por las exigencias de su literatura, en la que la memoria, lo emocional y la plasticidad deben vibrar en el lenguaje narrativo de un autor que coloca a la poesía en los entresijos del mismo y en los márgenes de la historia desde los que muchas veces observa los personajes el hombre que pasea por la literatura. La suya y la de otros. Una de las claves de su estilo, que admiro y comparto, muy evidente en «Los avispones», publicada por Nórdica y en cuyos textos fragmentarios desemboca la construcción de una novela. Lo que ha despertado las brujas de algunos ha sido el recuerdo de sus críticas al crecimiento de la extrema derecha en Austria -que le empujó a refugiarse de nuevo en Francia- y especialmente de su libro «Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Sava, Morava y Drina, o justicia para Serbia», junto con su defensa de Serbia en la guerra de Los Balcanes, tachando de delincuente a la OTAN por el bombardeo de Belgrado. Un motivo por el que las madres de Srebrenica piden que les despojen del Nobel. Y la segunda por su condición de hombre esquivo, a favor del retiro y del silencio fructífero, lleno de vida en el bosque versallesco donde respira en paz su serena despedida de egos, rivalidades de sonrisa falsa y del mundo. Su actitud emparenta a Handke con los escritores a los que me gusta denominar escritores zurdos, como Louis-Ferdinad Céline denostado por su antisemitismo, a pesar de ser el autor de una de las más grandes novelas «Viaje al fondo de la noche»"; Elfriede Jelinek, autora de «La pianista» que se negó a recoger su premio Nobel en 2004 por su fobia social; Albert Cossery que pasó 63 años y sus últimos días en un cuarto del hotel La Louisiane en París, acompañado solo de una cama, un televisor y una nevera; Clarice Lispector que prefería el silencio en vez de las charlas y no solía conceder entrevistas -solo dio una durante su vida -; o el célebre Salinger cuyo rostro persiguieron durante décadas los fotógrafos. Es como si el Jurado y los fans del Premio Nobel no se conformasen con dárselo a un escritor que sobresalga por su propio bagaje literario y el esplendor de su obra. En su historia ha buscado a veces el glamuroso brillo del galán de sociedad y de la política como Vargas Llosa; otras eligió lo reivindicativo como Alice Munro, una de las reinas del cuento o a incuestionables como Doris Lessing y García Márquez. También hubo polémicas entre los que sobresale Bob Dylan; escritores de fondo y compromiso como José Saramago y los que, al igual que Handke, poseen un pasado político que funciona muy bien como salsa. Sucedió igual con Günter Grass y su joven pasado nazi.

Al premio, y a los lectores más que los extravíos sólo deben importarles la hondura y calidad de una obra, y la mayoría cumple los requisitos. Lo sabe bien, en el caso de Peter Handke, su traductor español -cómplice en la sombra, Eustaquio Barjau- en su labor de buscarle el ritmo a su lenguaje, tan enriquecedoramente pespuntado de Shakespeare, de Kafka, de Machado y de Cervantes, y adaptarlo a la naturaleza del nuestro. Una de las maravillas de un oficio cuya alquimia y escarpelo tantas veces se queda sin ser reconocido por lo público.

En 2006 Handke dijo en una entrevista española que había desaparecido el respeto al escritor. A él este Nobel se le devuelve en todo caso. El resto ha de buscarlo no en premios, en congresos ni sobando espaladas plateadas de los alfa. Si no en la satisfacción que le devuelva su trabajo, el afecto de sus lectores, el reconocimiento de quiénes de repente lo descubren entre el silencio y el alma de su lenguaje. Igual que un niño que busca el misterio de una luz en mitad de la noche.