Me gusta imaginar los domingos por la mañana que estoy en El Rastro de Madrid. A veces no tengo que imaginarlo, hay tantos trastos en casa que si me pongo a rebuscar me puede pasar como en El Rastro: que encuentro una primera edición de Galdós, un astrolabio, un catalejo, una moneda del imperio romano o una navaja multiusos. Una vez, en mis tiempos madrileños, encontré en El Rastro un recetario de cocina de 1880. Me lo llevé emocionado a casa. Traté de cocinar una de las recetas pero acabé comiendo en el bar de abajo con la vitrocerámica hecha un Cristo.

Después del Rastro hay que tomarse un vermú, antes solo había vermú en Madrid. Antes muy antes. O a mí me lo parecía. Ahora hay en todos los sitios. Buenos, caseros, industriales, cabezones, aromáticos o aceitunados como si fueran un martini. El Rastro tiene multitud de hijos por toda España: los rastrillos. Los mercadillos también. En La Malagueta, en Coín, en Elviria, etc. por citar varios de la provincia malacitana, ponen unos de productos ecológicos. Remarcan mucho lo de ecológicos, yo no sé si en el resto de mercados serán productos radioactivos. Es todo un pasatiempo enriquecedor, aunque te cueste el dinero, paradójicamente, explorar pepinos, sopesar calabaciones, catar almendras, acariciar peras, con perdón, comprar naranjas, contar aceitunas y extasiarse con pimientos brillantísimos. A veces me hinco un ramo de uvas in situ. Racimo es una palabra que nació para la uva.

La enumeración de productos no la vamos a continuar dado que es hora de condumio y se nos puede exacerbar el hambre y ya sabemos por los bohemios y el malditismo que escribir con hambre conduce a poco, resulta escasamente lucrativo y no te granjea posteridad. El recetario de 1880 lo tiré un día que estaba haciendo limpieza en la biblioteca.

Yo no tiro los libros a la piscina como hacía Umbral ni los quemo como Carvalho, el personaje de Vázquez Montalban. Yo los cambio de sitio para hacer una montaña con los que quiero regalar para deshacerme de ellos. Luego pasa una semana, pasa un mes, la montaña sigue ahí, la miro, cojo un libro y lo salvo, luego al día siguiente cojo otro y también lo indulto. Al final, la montaña ya es montañita y su cúspide ha vuelto a los anaqueles o estanterías. Cuando tengo hambre de lecturas culinarias leo 'La casa de Lúculo', de Julio Camba o los artículos de Néstor Luján sobre Francia; el 'Comimos y bebimos' de Ignacio Peyró; 'De la caña al plato. Espeto', de Jesús Moreno y Manuel Pérez y por supuesto las '1080 recetas de cocina', de Simone Ortega, dado a imprenta en 1972 y que ha vendido tres millones de ejemplares. Si no sabe freír un huevo frito, compre el libro y lea la receta llamada huevo frito. Claro que quizás usted será más de ver un tutorial en youtube, aunque sí ha llegado a esta altura del artículo tal vez no puede usted ser tildada o tildado de poco amante de la paciente lectura. Yo usé el youtube para aprender a hacerme el nudo de la corbata, y mira que mi padre intentó que aprendiera. Nada. Igual que los cordones de los zapatos. Pero no sé yo si esta confesión de mi torpeza conduce a algo o es producto de cierta embriaguez. Literaria, de tanto hablar de libros. Pero de un buen huevo frito, ni rastro.