Después de mucho cabalgar, ya podemos decir, sin temor a equivocarnos, que lo que antaño fue el cine Astoria comienza a tomar el aspecto de una sencilla explanada. Pareciera que uno contara con más libertad en su carta de derechos, que pesara menos o, incluso, que respirara mejor y más profundamente cada vez que la ciudad se libera de elementos urbanísticos que no gozan ya de más función que la de servir de orinal para los perros y de soporte a la desafortunada hilera de contenedores que desbaratan, en su paso a través de la Merced, el tránsito desde calle Granada a calle Victoria. Y aunque los debates sobre la naturaleza de la nueva figura que pueda emerger de aquellos escombros aún merodean por las esquinas, los despachos y los mentideros, bien es cierto que, hay ocasiones en las que, quizá, la mejor opción sería, simplemente, no hacer nada: regalar esa desnudez urbanística a la ciudad a fin de que la postal que emerge desde la plaza de la Merced hacia el visitante u oriundo que se la topa desde calle Álamos pueda acaparar en su fondo el skyline (estaba loco por soltarles el palabro) de la Alcazaba. En cualquier caso, ni siquiera en relación a una ruina urbanística, no todo ha de limitarse a la mera frialdad de arrasar con lo que ya no sirve o nos molesta. El hecho de que desaparezca un cine, o su recuerdo a través del inmueble que le dio cobijo, siempre lleva aparejada su correspondiente dosis de melancolía y de reflexión vital y personal respecto de nuestra propia historia, en particular, y de la indiscutible rapidez con la que el tiempo nos consume, en general. Las historias, y me refiero a los cuentos, las novelas, las películas, no sólo toman partido en nuestros días como indiscutibles portadoras de enseñanza y disfrute sino que, además, funcionan como catalizador a través del cual son capaces de aflorar los recuerdos de toda una vida. Y si no lo ven así, les propongo que se sienten, rememoren y enlacen. A mí, particularmente, el primer día que mis padres me llevaron al cine hubo que sacarme de la sala en la primera media hora. Con apenas cuatro años no me hacía demasiada gracia ver como Elliot lanzaba una pelota a la cochera y algo indefinido se la devolvía desde dentro. Párense ustedes a pensarlo y díganme si esa escena daba o no daba mal rollo. Poco después, aterrizaba El Retorno del Jedi junto a la inevitable dificultad que para un chiquillo tenía leer a tiempo los subtítulos en castellano que traducían la jerga de Jabba el Hutt. Y así, en definitiva, como ven, sin orden ni concierto, les puedo seguir recordando, verbigracia, que La lista de Schindler se me hizo corta, que mi mano, en un indubitado acto reflejo, pretendió pulsar la tecla de rebobinar cuando aconteció el primer topless de Demi Moore, que me dormí en Magnolia y que ni yo ni el guitarrista de El hombre Garabato pegamos ojo la noche en que visualizamos el reestreno de El exorcista. Historias que, en definitiva, acontecen mientras los años pasan y que sirven de soporte a nuestros propios relatos, a nuestro hilo vital. Y es que si, a mayor abundamiento, ustedes me concedieran la posibilidad de hablar de amor "en este tiempo hostil, propicio al odio", diera la sensación de que el cine representaba el paso intermedio entre tomar un café e invitar a cenar a la chica que te gustaba: un segundo escalón en el arte del cortejo y de pelar la pava, una suerte de segunda instancia o recurso de apelación que precedía al definitivo recurso de casación, nomenclatura la de este último que, precisamente por eso, resuena a casorio, es decir, a boda, a enlace.

Por consiguiente, cada vez que desaparece un cine es, señoras y señores, de justicia que alcemos nuestra copa, con solemnidad y respeto, a fin de brindar por todas las historias, reales y ficticias, que su existencia ha generado en pos de la felicidad de muchos. Unas historias que, cuando seamos mayores y estemos sentados en una silla, sin más pretensión que la de ver pasar el poco tiempo que nos resta, aún seguiremos conservando, talladas a fuego, en la piedra de nuestra memoria.