Es el cumpleaños del egregio Óscar Wilde; uno se va a buscar hielo para celebrarlo ante el gentío que desea hacerse una foto con el autor. Ese instante me evoca el efecto géminis del origen de las situaciones tan parecidas sin saber el cómo.

Aparentaba que era otoño y el mismo tiempo lo discutía. Octubre deseaba vestir elegante y se olvidó de su propia ropa. Málaga, después de mirar, observa, entre brisas más frescas, a quienes la habitan: débiles sonrisas indeterminadas; vistas ausentes ante un horizonte en peligro; espacios sombríos llenos de luz que nos conducen a la sempiterna incertidumbre, a ese deseo de encuentro que nos invade hasta ver lo que no fuimos; a esa inquietud de considerar a la ciudad como ella lo hizo con nosotros; a un despertar agitado donde la urbe es luz cegadora ante su devenir incierto.

La ciudad se atavía en cada fiesta y se siente fatigada de no festejar su propia orilla; esa de la que nadie habla y todo el mundo explica; la rivera de una mar con temores; de una cita temerosa con un futuro titubeante de torres portuarias desleales con nuestras miradas. ¿Le hemos preguntado a Málaga por Málaga?

La cuestión se torna verdial y a aquellos quienes dudan de la supremacía de esta música los dejo con la intención de plantearse más la vida conviviendo en esta villa. Capital de sonoras repercusiones, la cual recita desde su palpito más amargo nuevas elegías.

Wilde pensó en esta ciudad, tan vehemente y comprometida, que se aleja de sí misma para observarse desde la bocana del puerto. El célebre escritor, un tanto adormecido por la larga siesta, se sintió pío frente a este embrollo sarcástico y decidió tomar palabras en el asunto: «La belleza es superior al genio. No necesita explicación». En ese mismo instante se enamoró. Grave gesto el amor a Málaga.