La historia de un pueblo está escrita en los pentagramas de su folklore. Diminutas corcheas y semicorcheas que bailan sobre los finos alambres del tiempo. Más allá del patrimonio queda el recuerdo, una riqueza que ningún heredero puede malgastar. Son aquellas partituras que han legado las generaciones. De abuelas a padres, de madres a hijos. En ellas están plasmados los gozos y las vicisitudes, desengaños y pasiones, esperanzas y desencantos. Saetas por seguidilla o martinete. Sevillanas, bulerías, polos, tangos, peteneras. Malagueñas y verdiales. Y también el pasacalles, el bolero, la copla y el pasodoble español. ¡Tres golpes de pandero, bordonea la guitarra, trina la bandurria y entona el laúd!

Pasa la Tuna en Santiago, / cantando y tocando romances de amor.

La música está grabada en la corteza del árbol genealógico que nos precede y aquel que nos dará sombra. Todo eso no debe estar al alcance de la interpretación quisquillosa de una ordenanza municipal.

La Tuna forma parte de nuestra historia universitaria. Tan nuestra como el terreno sobre el que anclaron los cimientos que sostienen la Universidad. Una tradición que se ha mantenido durante siglos y que ha colmado de alegría las calles y plazas de nuestro país, trasportando en el aire de la madrugada cientos de coplas que forman parte del romancero popular y que, gracias a su empeño, no se han perdido en legajos del pasado. Prendidas en sus capas cuelgan las cintas que bordan en secreto romances clandestinos y amores aplazados. Que llevan escrita la vida del estudiante, que no es otra que aquella que habla de horizontes posibles, de viajes alrededor del mundo, de reivindicación, de inconformismo, de esa vieja ilusión por alcanzar la excelencia. La tuna siempre fue una buena argamasa que unió la juventud rebelde con lo establecido. Las canciones de amor tienen más resistencia que las barricadas.

Mocita dame el clavel, / dame el clavel de tu boca, / que pa eso no hay que tener, / mucha vergüenza ni poca.

Pero los años tienen oídos sordos, y a muchos de aquellos estudiantes les atrapó el tiempo con más ímpetu que un examen sorpresa. Les alcanzó la mili y las madrugadas de lunes. El colegio de los niños, la letra del coche y el pago de la hipoteca. Los días le tatuaron arrugas, platearon su pelo e inflamaron la barriga. La rutina, esa vieja bruja que con chocolate envenenado engatusa los sueños. El tuno resistió su embestida, y el primer jueves de cada mes, sentado en la terraza del Café Central, junto a sus compañeros de la Malacitana, rememora las notas que iluminaron los balcones y ventanas, que enamoraron a las hijas y a las suegras, que envolvieron su juventud, que mantuvieron la tradición.

Triste y solo, solo se queda Fonseca / Triste y llorosa, queda la Universidad.

Las ordenanzas municipales están para cumplirlas, pero primero hay que interpretarlas según el fin para el que fueron dictadas. Dudo que el oído de Don Francisco no sepa distinguir entre un griterío de forofos descompasando el himno de su equipo de futbol, de las canciones de ronda de unos antiguos tunos. Dudo que nuestro Alcalde prohíba quinientos años de historia. La Cuarentuna Malacitana es una agrupación que alegra gratuitamente la Plaza de la Constitución a numerosos malagueños y a entusiasmados turistas una sola noche al mes.

En esta Málaga, abierta al mar y al forastero, engalanada de museos, no puede faltar aquel que pertenece al pueblo y mantiene viva la tradición. La tuna sigue siendo un estandarte que enarbola nuestras antiguas coplas, el ritmo del pasodoble o el beso invisible del bolero. ¡Aúpa Tuna!