Así lo llaman cuando va a concentraciones más allá de Antequera. No lo sabemos, pero es uno de nuestros representantes más conocidos. Hace bien su papel: es bien plantado, ocurrente, con pose de tío duro sin dejar de parecer amable. Por supuesto, cumple los topicazos del gremio; es más, le encanta y se esfuerza en ello: barba de tres o cuatro días, tatuajes, ropa y gafas de sol de marca. Motarro descomunal, cuidada, limpia, con una pátina de solera que trasluce miles de kilómetros y de aventuras.

Los años 70. Música, drogas y libertad. Y las motos. Fueron tiempos complicados en los Estados Unidos, con la guerra de Vietnam de fondo, varias crisis económicas y la certeza para muchos de que la revolución hippy no había sido posible: fue un bonito sueño, pero desde el flower power no se podía cambiar el mundo. Y llegó una postura más cínica e individualista que, sin renunciar a la libertad, optó por vivir una epopeya más personal, con un desafío a las reglas sociales y un culto al asfalto, al instante y a la libertad: si no se podía cambiar el mundo, al menos habría que disfrutarlo. Y para ello, nada mejor que una moto, uno de los símbolos más poderosos de independencia y libre albedrío: porque el asfalto es un mar de ida y vuelta, y los moteros se convierten en piratas que le roban a la sociedad el tiempo que esta, a su vez, les quiere arrebatar. Y los miran mal, cuentan cosas malas de ellos: incluso algunos acaban mal, pero eso sí, se lo pasan muy bien. Cabalgando sobre el viento.

Aquí en España representan casi lo mismo. «Hay mucha pamplina y mucho pijo en esto, pero también gente maja y echá palante -me dice-. Eso pasa en todos lados, con la diferencia de que aquí hasta el más tonto espabila y se da cuenta de que su moto puede ser la más cara pero no por eso es el mejor. La moto iguala, tío». Él se la compró a base de vendimiar en Francia, de currar de camarero en chiringuitos, de quitarse muchos caprichos. Aprendió mecánica a la fuerza (me confiesa que no le gusta) y sigue con la misma moto desde hace treinta años. «Soy un pureta. Yo no la cambio por nada en este mundo. Claro que veo una nueva y me chifla, y más de un millonetis me ha ofrecido un pastón por la mía. ¿Sabes por qué? Por el sonido del motor, tío. Ahí, ahí se notan los años, las carreteras, la experiencia. Hemos envejecido juntos».

Quizás han pasado muchos años (o quizás no, según el cuentakilómetros de cada cual) y la carretera se ha convertido en un espacio mítico, una línea infinita que no empieza ni acaba nunca, por la que transcurren aventuras, historias y personas. A diferencia de sus hermanos de la Route 66, con hazañas duras y directas, narradas con detalle y profusión de ácidos, marihuana, alcohol y armas de fuego, las historias que me cuenta se asemejan más a las de un caballero rodante, que se extasía ante paisajes inesperados, flipa con una serie de curvas peligrosas o se come un bocata con un cabrero. Te descubre un territorio que es el mismo que el tuyo pero diferente, con una visión de viajero tranquilo e independiente, sin prisas, atento a los detalles, los matices. Refiere también batallas de piques, algún encontronazo y un par de peleas, pero la mayoría de recuerdos son de soledad feliz, de ayudar a quien se queda tirado, de camaradería. Y nunca tiene bastante: a sus cincuenta y cuatro años, sueña con la jubilación, que lo libere del día a día y lo sumerja sin pausa en un mundo donde solo estén su moto y su saco de dormir.

—Oye, ¿escuchas música cuando vas en la moto?

—Cuando encarta y se puede.

—¿Y qué te pones?

—Los TTR.

—¿Quiénes?

—Los más grandes, tío: Tabletom, Triana y Raphael.