El cine es el único cuadrilátero donde a veces ganan los que siempre pierden. De pie, a los puntos, con la ceja del corazón tan rota como la nariz. Da igual que sea un detective o un boxeador. Ninguno se queda sobre la lona hasta el último número de la esperanza que le cuentan. Lo suyo es levantarse y seguir hacia delante, con un cigarrillo hacia dentro el humo para coser el desgarro y el escepticismo en convivencia ariscamente pacífica. Igual que Germán Areta, el hombre de sombras cuyo rostro no se le parece y un lenguaje que golpea siempre zurdo y en corto, creado en 1981 por José Luis Garci para que su amigo el actor Alfredo Landa iniciase su metamorfosis de la comedia al cine de autor. Una primera entrega de 'El Crack', homenaje a Dashiell Hammett y con un elenco de personajes de talla grande como José Bódalo -el Abuelo comisario- y el chorizo Cárdenas el Moro interpretado por un fabuloso Miguel Rellán. Los dos únicos amigos de plata de ley de ese sabueso apodado El Piojo porque ningún delincuente se da cuenta de que lo tiene al lado hasta que le pica. Nunca se supo entones, ni siquiera su padrino de boxeo con dry Martini de jazmines Manuel Alcántara, tampoco ahora sus compadres de conversaciones con una piedra de hielo y mucho humo entre las voces cuando se ha estrenado El Crack Cero, si en realidad Garci escribió el perfil y el alma fajadora de su detective a su imagen y semejanza pero sin su barba habitual de tres días y un trasnoche de cine con luz expresionista.

Una película con aliento y pulso de relato literario porque su director es también un escritor de periódico y domina la narración y las mejores lecturas del género desde las que tuvo la inspiración de hacer, al igual que hizo un año después Carl Reiner con su película 'Cliente muerto no paga' y al que le ganó por una mano, un sólido homenaje a la novela noir y al cine que la hizo tan pegadiza como un estribillo silbado en el fondo del vaso de la noche. La acogida de crítica y de taquilla lo condujo a volver con una segunda parte cuyo principio, lo mismo que el de la primera, son imborrables presentaciones del personaje dispuesto a cualquier cosa en el bar de barrio donde cena un bistec, o en el garaje en el que encuentra su coche oKupado. Impasible rostro de melancolía y mala ostia el de aquel Landa que viró del donjuanismo del destape a descarnadas interpretaciones en 'Los Santos inocentes' de Mario Camus en 1984 y 'Los paraísos perdidos' de Basilio Martín Patiño de 1985. La constatación del actor al que Garci le brindó su consagración a través de la piel y de la bilis de Germán Areta. El antihéroe de una trilogía que desde su inicio parece estar confecciona con jabón y escuadra mediante retales perfectos de Spade, de Marlowe y de Archer, de Bogart, de Mitchum y de Mac Murray, consiguiendo la elegante caída de una historia clásica en la que no dejan de cruzarse intrigas de la trama y una visión en matices de grises de la sociedad de fondo. La corrupción, el poder del dinero y la venganza, en esta última entrega, con los exigidos personajes de dos mujeres que siempre se pierden: la que se lleva entre el revólver y el corazón, y la que se despide con un beso Bergman.

Cuando la cordura está en llamas y las palabras son piedras contra los cristales que rompen todo diálogo nada como salirse del ruido y de la violencia y meterse en un cine a disfrutar de una película cuidadosamente estética y clásica, en la que en cada poro de celuloide se respira el duelo expresionista de los claroscuros, el póker de los diálogos y el nocaut de las frases de once onzas. Nos recuerda con ellas Garci los movimientos de cintura y los ganchos del arte de la réplica tan magistrales en cintas como 'El sueño eterno' o 'Tener o no tener': «Los cadáveres pesan más que los corazones destrozados». «Tan honrado como se puede esperar de un hombre que vive en un mundo donde eso está pasado de moda». «- No creo que vuelva a enfadarme con usted diga lo que diga». / «- Vaya, otra mujer complicada». No se compara Howard Hawks nuestro director pero se lo sabe, y no le cuesta trabajo mantener el ritmo del relato; enriquecer los monólogos y diálogos con pausas y silencios. Los maneja sin farol Carlos Santos desde los ojos y el rictus de los labios en su faceta del Areta entrado en los cuarenta y desconfiado, con el talento de ser algo más que un detective con paciencia y zapatos cómodos. Un Areta al que le sienta menos difícil vivir para adentro y encima posee, como le dijo su padre al Abuelo -espléndido también Pedro Casablanc, no hay papel que no borde y carnalice hasta el pellizco-, inteligencia, imaginación e intuición. Carece de humor pero para eso tiene al Moro al que en este broche de la trilogía borda Miguel Ángel Muñoz con desparpajo y credibilidad. «Si vas a comerme, me descalzo», le responde a Areta en una de sus conversaciones maestras. Lo mismo que resuenan sentencias como «tiene la voz llena de dinero, o matar es desagradable pero no difícil». No entiendo como en una reseña un tipo que se supone entiende de cine afirma que 'El Crack Cero' huele a naftalina y los personajes disertan como sujetos literarios decimonónicos. Qué cosas tiene el oficio, como todos.

No falta en esta declaración de amor de Garci al género que en sus comienzos se llevaba en un bolsillo de la gabardina nada que se eche en falta. El boxeo a pie de ring y la promesa de un policía con pegada; el fútbol en el magistral relato visual con tiempo de moviola en su lenguaje del Abuelo evocando la jugada del gol eterno de Ramón Marsal, centrocampista del Real Madrid, después de un juego de regates ligados al Athletic de Bilbao en 1957. El año con sus dos últimos guarismos al revés que son el escenario de la trama tardo franquista en un Madrid de publicidad antigua, fantasmagórico sentimentalmente en su poema cinematográfico a la Gran Vía. Ni los muchos detalles fugaces o al fondo de un plano o en un relámpago de cámara: la portada Garaje de coches, el escudo del Club de esgrima de 1919, los cuadros del cubista español repartidos por todas las paredes, obra de Manuel García Meana -padre del director-, el olor a Varon Dandy o las cortinas, muebles y espejos de las casas de amantes y del chalet de las afueras donde las pesquisas buscan un motivo en clandestinas partidas de póquer de siete y mucho dinero de madrugada. El hábitat en el que Cayetana Guillén Cuervo compone de perfil un bello escorzo de Madame en guardia con una mano en el bolsillo, citando al detective a elegir entre sus dos mejores compañeros de soledad en compañía: un bourbon o un gimlet. Convincente la actriz al igual que Patricia Vico, hermosa en el blanco y negro que parece pertenecerle en su manejo de mirar a la cámara, y en su rol fetiche de la quien contrata de inicio los servicios y el afecto final del sabueso. Sólo Macarena Gómez desentona en su papel, histriónicamente forzado y artificioso en esa terna femenina de la ambigüedad y en la que ninguna de ellas encarna la tentación que en toda historia policiaca ronda al detective que aquí es un enamorado casi inexpresivo: «Eres lo más cercano a mí que conozco» de una chica con perfume de ternura frente al Chanel número cinco de las otras tres. Y de broche femenino Luisa Gavasa, fabulosa en su condición de Moly, leal secretaria con pantalones y ángel custodio de Germán Areta.

Quizás lo menos importante sea la intriga sobre el asesinato de un mujeriego sastre llamado Benavides al que alguien dispara de zurda por la espalda y que llevará al protagonista a ir descartando sospechosos entre amantes despechadas, un rockero en la ola del éxito y otros personajes con una póliza de muerte contra las deudas de juego. Planteamiento, nudo y desenlace a merced de la intriga habitual que es el eje del viejo género. Lo que importa es la inmortalidad en nuestro imaginario cinematográfico y generacional de este detective sumado a la estirpe del Pepe Carvalho de Manolo Vázquez Montalbán, el Toni Romano de Juan Madrid, y el Flanagan de Andreu Martín. Un Germán Areta de quien el director se despide dejándole en sombras interiores arropado por la penumbra sedosa de la música de 'You are the top' de Cole Porter.

Una maravillosa manera con la que José Luis Garci sujeta los 95.000 euros del estreno del 'Crack Cero' con una pinza de plata.