No se ampare en las leyes, no sirven de nada -le gritó anteayer un encapuchado con estelada a la rectora de la Universitat Rovira i Virgili, que intentaba aplicar la ley y por tanto abrir la universidad con servicios mínimos. Al final, esta mujer valiente -citemos su nombre, María José Figueras, ya que los héroes se merecen un recordatorio en esta época que sólo parece idolatrar a los impostores y a los charlatanes- tuvo que cerrar la universidad porque no quiso provocar un enfrentamiento con los estudiantes. Y lo reconoció entre lágrimas, avergonzada por no haber podido cumplir con su deber cívico. Pero ya lo sabemos, no hay deberes cívicos que valgan (recordemos al jovencito con el rostro tapado: «No se ampare en las leyes, no sirven de nada»).

Es asombroso. Es ridículo, es incomprensible, debería avergonzarnos a todos, pero así están las cosas. ¿No se da cuenta este jovencito, que tal vez sea estudiante de Historia -no me extrañaría nada-, que justamente todo lo que ocurrió durante la guerra civil, con los miles y miles de asesinatos y crímenes y barbaridades cometidas por ambos bandos, se debió justamente a que las leyes, de repente, por culpa del golpe militar, se volvieron absolutamente inútiles e inservibles? ¿Y no sabe este jovencito y los demás encapuchados que le acompañaban que gracias a las leyes, que tan ridículas les parecen, todos ellos han podido nacer en un hospital público, han podido estudiar en un colegio público y ahora pagan por su educación universitaria sólo una mínima parte de su coste real? ¿Y saben que gracias a esas mismas leyes, que a ellos les parecen tan injustas y caducas, sus abuelos reciben una pensión de jubilación y sus padres pueden cobrar una indemnización por desempleo, por raquítica que sea, si tienen la desgracia de quedarse sin trabajo?

¿De dónde proviene este desprecio a las leyes que nos permiten vivir en un Estado de derecho? ¿Y de dónde viene esa ignorancia temeraria que es incapaz de reconocer las verdades más evidentes? Supongo que todo viene de muy atrás. La corrupción generalizada de los gobiernos del PP (sobre todo autonómicos) hizo mucho daño, claro que sí, pero también la actitud de políticos irresponsables, como el bonachón José Montilla, cuando se pusieron detrás de una manifestación protestando por una ley que no les gustaba (el recorte del Estatut de 2006 que tan irresponsablemente alentó). Desde entonces, el político pancartista -o lo que es lo mismo, la autoridad que se considera a sí misma dos cosas opuestas a la vez: autoridad y oposición perseguida por la autoridad, persona que ejerce el poder y persona que vive oprimida por otro poder injusto- se ha vuelto una característica inmutable de nuestro país.

Desde hace veinte años más o menos, no hay político en ejercicio que cobre entre 70.000 y 140.000 euros de dinero público -esas fruslerías- y que alguna vez no se haya puesto una camiseta reivindicativa, como si fuera un pobre ciclista precario en Deliveroo, para encabezar la primera manifestación que se opusiera a cualquier asunto defendido por sus adversarios políticos. Eso ya lo hizo Rajoy contra la ley del aborto, y a su manera lo han hecho todos los demás. Y de un modo u otro, todos los políticos han jugado a ponerse una camiseta para representar el eufórico -y afrodisíaco- papel de oprimido por unas leyes injustas, aunque luego, una vez terminada la pantomima, el oprimido pasara a cobrar obedientemente sus 70.000 euros anuales -como mínimo- con cargo a los impuestos de la gente que se levanta a las seis de la mañana para ir a trabajar. Y quien dice políticos dice profesores -lo hemos visto a menudo en Baleares-, igual que dice funcionarios o incluso literatos, con esa nueva modalidad estival del avistamiento del monstruo del lago Ness que consiste en avistar un camarero opresor que usa afrentosamente la lengua incorrecta, etc, etc.

Y así, poquito a poco, hemos llegado hasta aquí. Toda la argamasa intelectual -por llamarla de alguna manera- que ha hecho posible el «procés» se basaba en esta nueva práctica política: las leyes son inservibles. Y como son inservibles, podíamos desobedecerlas tranquilamente, esperando que llegara el momento en que nosotros, a nuestro gusto, según los dictados de nuestra camiseta, pudiéramos redactar otras leyes que nadie pudiera discutir (porque para eso ya tendríamos preparado el severo castigo correspondiente). Pues sí, así funcionamos, así nos hemos acostumbrado a juzgar los hechos de la vida. O sea que no te ampares en las leyes, estúpida vieja reaccionaria, porque las leyes son inservibles.