Antes de que se conociese el contenido de la sentencia del Tribunal Supremo (TS), el presidente del Gobierno en funciones habló del proyecto secesionista en Cataluña como de un «naufragio basado en una gran mentira». Tras conocer el fallo, insistió en el fracaso y reiteró la idea del naufragio.

En la otra orilla, una coral disciplinada (condenados, abogados, políticos), entonó en streaming, lo que parecía una salmodia, calificando el fallo judicial de «venganza».

Con la publicación de la sentencia, se vienen reiterando dos tipos de consideraciones: ha primado la búsqueda de la unanimidad, por encima de cualquier otra consideración y se ha devaluado la importancia o gravedad de los hechos, en todo caso como destreza bienintencionada.

Se ha privilegiado una confluencia bien avenida para no facilitar, mediante votos particulares, argumentos al secesionismo, cuando los condenados recurran -como han venido anunciando- al Tribunal de Estrasburgo.

La decisión judicial, que ha causado desaliento en quienes esperaban encontrarse con la rebelión, ha excluido que el uso de la violencia formara parte de la intención y el propósito de los imputados («Hubo indiscutidos episodios de violencia, pero tenía que haber sido una violencia instrumental, funcional, ordenada de antemano de forma directa, sin pasos intermedios, a los fines que animan la acción de los rebeldes»).

Este criterio no ha dejado de desmoralizar a buena parte de esos dos millones de apabullados, principales víctimas del procés, que esperaban, éstos sí, un escarmiento.

Para desvanecer ilusiones, como habían anhelado los encausados en sus alegaciones finales, el tribunal también ha querido dejar claro que no puede ofrecer soluciones políticas, y se ha limitado al ámbito penal, sin entrar a enjuiciar el alcance político de la deslealtad institucional contra el Estado de Derecho.

La sentencia se filtró (¿quién sopla y a quién beneficia la filtración?) empañando la impresión de higiene que había dejado el juicio televisado. Una decisión inteligente.

Parece útil, aunque no resulte fácil, respetar el criterio de quienes, durante largas sesiones, han estado revisando imágenes y oyendo declaraciones, testimonios y argumentos que han sedimentado en una versión de los hechos y de las actuaciones de esos diez hombres y dos mujeres que llevan meses de trasiego entre la cárcel y el banquillo.

Una cierta perversión coloquial (señuelo, ficción, quimera, ensoñación), ha llegado a enseñorearse de la narrativa del fallo, hasta el punto de incorporar a los hechos probados el ejercicio del «derecho a presionar», que ha entrado a formar parte de la explicación esclarecedora de la sentencia, con un lenguaje que, al tratar este aspecto teatral de los hechos, se aleja de lo contencioso, sin que los circunloquios hayan logrado enervar que existió un plan institucional para subvertir el Estado de derecho.

Ahí radica la gravedad. Con la connivencia de un gobierno -instalado con naturalidad- fuera de la ley, se trató de un «levantamiento multitudinario, generalizado y proyectado de forma estratégica para alcanzar objetivos ambiciosos», por mucho que se insistiera después, con retórica obligada por la congoja, que el tigre era de papel.

La Fiscalía no ha logrado sacar adelante la aplicación del «periodo de seguridad» que solicitó en las conclusiones del juicio, para que los condenados a más de cinco años no accedan al régimen penitenciario abierto (el tercer grado que otorga permisos y salidas diarias de prisión) hasta que hayan cumplido la mitad de su condena en prisión.

Los magistrados del Supremo han señalado que no es su misión «evitar anticipadamente decisiones de la administración penitenciaria». No se trata de reclamar ese anticipo, pero tampoco cabe perder de vista que a partir de la sentencia firme, los servicios penitenciarios de la Generalitat tienen un plazo máximo de dos meses para decidir en qué régimen deben cumplir su condena los líderes independentistas. Así que todo queda en manos de lo que propongan las juntas de tratamiento de las tres cárceles catalanas. La fricción es de prever que surgirá pronto y puede tener un efecto continuado.

Este «coladero» deja sin protagonismo el ritornello del indulto, baza de las tres derechas para hostigar a las dos izquierdas en la inminente campaña electoral ya que, sin acudir al indulto, los condenados podrán pedir de inmediato beneficios penitenciarios y tal vez disfrutar de un régimen de casi libertad.

En España no existe una figura penal adecuada para castigar un golpe de estado no violento destinado a convertir una región en una república independiente. Tantos años después de la aprobación de la Constitución, el Estado está penalmente indefenso ante embistes planteados sin violencia. No se ha desarrollado del 155, tampoco la ley de seguridad nacional, ni lo que detalla lo referido a las inhabilitaciones de cargos públicos. La aceptación de la enmienda interesada que, en 1995 introdujo la violencia en el delito de rebelión, sigue dejando al margen del derecho penal tentaciones que pudieran desembocar en ensoñaciones nacionalistas.

La sentencia no es el final. No lo es, por supuesto, del problema nacionalista, pero tampoco lo es del camino judicial. Es una etapa intermedia que empieza con el previsible planteamiento de un incidente de nulidad ante el propio TS, con el que pueden denunciarse eventuales vulneraciones de derechos producidas durante el juicio y defectos de forma que hayan causado indefensión. Un paso previo, antes de plantear un recurso extraordinario de amparo ante el Tribunal Constitucional (TC), condición sine qua non para llevar el caso a Estrasburgo, fin de trayecto.

El delirio, existencial y televisado con denuedo, consiste en que mientras se anima a un grupo numeroso, bien adiestrado, con una estructura oculta y organizada, que ahora será objeto de escrutinio, se conmina a la policía autonómica, bien coordinada con las fuerzas estatales, a cargar contra ellos.

El resultado, disturbios sin cuartel desde la publicación de la sentencia, que se concretan en bloquear el aeropuerto Josep Tarradellas, cortes de carreteras, barricadas urbanas, quema de vehículos y mobiliario urbano, agresiones a policías, testimonio violento de la reincidencia que se había anunciado y que anuncia una vuelta a empezar.

Los violentos que se han adueñado de las ciudades, tomándolas como rehenes, ponen fin a la leyenda del pacifismo que, con profesionalidad y ahínco, pusieron de manifiesto las defensas en las Salesas. Nadie podrá negar esta evidencia, por mucho que se intente la confusión, endosando la revuelta a infiltrados y grupos minoritarios.

Ni «naufragio», pues el proceso secesionista sigue vivo («Lo volveremos a hacer»); ni «venganza», pues la política del apaciguamiento (con la sedición, las penas por la posible rebelión se han quedado en la mitad) no disipa la contumacia que da aliento a la unilateralidad, a la reincidencia, a nuevos intentos.

Lo que está pasando no dejará de tener efectos en las próximas elecciones. El angelismo (firmeza, serenidad, proporcionalidad) como respuesta gubernativa, no colma las exigencias de quienes tienen miedo y se sienten inseguros ante la trama que trata de poner en jaque al Estado.