Día caluroso, demasiado atareado entre reuniones con clientes, comparecencias con funcionarios simpatiquísimos, contestar escritos en tiempo y forma, pedir una diligencia con el máximo respeto y en estrictos términos de defensa no vaya a ser que el juez de turno se ofenda por querer hacer su trabajo y, finalmente, atender las obligaciones familiares.

De repente, a primera hora de la tarde recibes una llamada desde prisión. Es tu cliente estrella. Ese que pillaron en una operación contra los coleccionables de los quioscos, y te pide que vayas a verlo urgentemente. Necesita contarte un detalle esencial de cara a la vista de mañana, así que cuelgas, imprimes el pase, reorganizas agenda, llamas al cansino de las 19.00, te inventas una excusa (casi siempre es algo relativo a la mecánica del coche o algún detenido imaginario) y sales pitando para el centro penitenciario como alma que lleva el diablo.

Allí estás tú, bajo un sol abrasador, expediente en mano y desconectado del mundanal ruido, convencido de estar haciendo lo correcto. Entras en el edificio primorosamente decorado y perfumado, y te acreditas en la garita de control. Debes atravesar dos puertas de seguridad, y acto seguido aparece ante ti una pasarela con una ligera elevación curvada que desciende suavemente tras alcanzar la cúspide, de modo que al recorrerla y acercarte a la otra parte vislumbras el final de la rampa. Al otro lado existe otro control, el penúltimo antes de encontrarte cara a cara con el cliente, cristal mediante.

Pues allí iba yo, adivinando a contraluz una garita acristalada y vacía. No había ningún funcionario o, al menos, no se distinguía su silueta en el lugar dónde debería estar. Llegué al otro lado, me limpié el vaho de las gafas y pegué la nariz al cristal. Efectivamente, allí no había nadie. Vacío. Escuchas una televisión pero no ves ni un alma. Llamé al timbre, esperé cinco minutos de cortesía y golpeé tímidamente el cristal con los nudillos. Nada. Pasado el tiempo volví a golpear y esta vez sí, para mi sorpresa, entre la penumbra, se movió un cuerpo que siempre había estado allí, repanchingado en la silla viendo Sálvame. Se impulsó con la pierna contra la mesa girando sobre sí, me miró como quien mira al infinito, y, sin inmutarse, alargó un palo para presionar el botón que abría la verja. Impresionante, ni siquiera se levantó. Qué oda al esfuerzo y al deber cumplido. Qué monumento a la agilidad y la eficacia. Qué historia tan real y más común de lo deseable.

El cliente me contó su confidencia, que para colmo no era para tanto. Ni me desveló los números de las cuentas bancarias de la mafia calabresa, ni dónde estaba enterrado el cadáver de Jimmy Hoffa.

No paraba de darle vueltas al asunto mientras pagaba el peaje de vuelta. A la desidia del funcionario, no al cadáver de Hoffa. Por un momento imaginé a aquel tío del palo trabajando en plan autónomo, levantándose cada día para ganarse el pan sin saber si llegará a final de mes, aguantando los desplantes de lo público, esperando como todos, soportando a propios y extraños. No duraría ni dos días en el ámbito privado, concluí.

Cuando detecto chulería o displicencia en un funcionario, como si me perdonasen la vida, respiro hondo, analizo el enfrentamiento y siempre llego a la misma conclusión: le supongo en mi lugar y no dudo que se iría con el rabo entre las piernas, cabizbajo y contrariado. Pero nosotros no. Nosotros tiramos de inventiva y educación, no reculamos, no nos damos la vuelta, no aceptamos una excusa barata por respuesta, no volvemos mañana. Antes que eso invocamos lo que sea para cumplir con lo que hemos venido a hacer, pedimos hablar con quien sea, llame a su jefe es muy socorrido, decimos que tenemos a la suegra esperando en el coche o el pescado en el horno. Lo que haga falta, porque sabemos que un holgazán o un chulo no son obstáculo suficiente para torcer nuestra voluntad.

Ni están todos los que son, ni son todos los que están. Pero ese tipo de funcionarios viven convencidos de que estar allí es lo más placentero que pueden hacer con su existencia, aunque olvidan algo: cuando un ciudadano acude a cualquier organismo tiene una sola intención, y no es otra que salir de allí lo antes posible para dedicarse a lo que realmente le importa. Que será cualquier cosa, menos pasar la vida perdiendo el tiempo con un palo en una mano y tocándose las narices con la otra.