Por fin tenemos a Francisco Franco -o, por mejor decir, sus restos- fuera de Cuelgamuros, pero queda aún lo más difícil: sacar lo que ideológicamente representó aquel régimen de las mentes de muchos de nuestros compatriotas.

La salida en helicóptero del féretro con el cadáver embalsamado del dictador más de cuatro décadas después de su muerte para su nueva inhumación en un lugar mucho más discreto ha sido uno de esos espectáculos que gustan a los medios.

Las emisoras han dedicado al evento programas especiales con crónicas y comentarios para todos los gustos, que tendrán su continuación los próximos días porque -no lo olvidemos- estamos en período preelectoral y es un asunto que, en un sentido o en otro, puede dar rédito a todos.

Y como el conflicto catalán sigue tan enconado como siempre, el hecho de que haya habido que esperar tanto tiempo para acabar con la ignominia de un golpista enterrado entre miles de sus víctimas en un mausoleo custodiado por la Iglesia sirve de munición a quienes se empeñan en separarse de un Estado que ha permitido tal insulto a la democracia.

Se han retirado mientras tanto, es cierto, los nombres de Franco y de muchos de los militares golpistas o apologistas de aquel régimen del callejero de nuestras ciudades; se han borrado los nombres de José Antonio y otros «caídos por Dios y por España» en las fachadas de muchos templos, pero se trata en muchos casos de una operación sobre todo cosmética.

Cuando uno escucha a ciertos políticos de nuestra derecha, e incluso a otros a quienes gusta presumir de liberales, afirmar que hay que «dejar en paz los huesos del abuelo», parece que no han aprendido nada y uno se pregunta de qué lado habrían estado de haber vivido entonces.

Es sencillamente vergonzoso haber tenido que asistir, tantos años después de la muerte del dictador, a las maniobras dilatorias de sus herederos, que por cierto no han tenido que dar hasta ahora explicaciones del origen de su fortuna, para obstaculizar una decisión del Parlamento.

Una vez acabado el espectáculo de Cuelgamuros, queda, repitamos, lo más difícil: extirpar el «franquismo sociológico» que pervive entre nosotros y que explica tantas resistencias, incluso por parte de la izquierda, a hacer lo que debió haberse hecho hace mucho tiempo.

Una transición calificada de «modélica» ha permitido muchas veces la reescritura interesada de nuestra guerra civil y de sus causas, el olvido de los crímenes de la dictadura, la perpetuación de actitudes de sumisión a la autoridad o la aprobación de leyes claramente represivas como la de seguridad ciudadana.

Sin que podamos olvidar en ningún momento los privilegios económicos, fiscales y en materia educativa de los que, pese al carácter aconfesional del Estado, continúa gozando nuestra Iglesia, la de la gloriosa Cruzada, la misma Iglesia que durante tantos años llevó bajo palio al caudillo y a su esposa.