Pasan los días y la política sigue marcada por el discurso de las imágenes. ¿Qué se va a construir así? La reciente ganadora del Premio Nacional de Narrativa celebraba estos días el fuego en Barcelona en lugar de la alegría civilizada que reflejan los cafés. Todo lo contrario de lo que escribía Pla en sus crónicas parlamentarias del año 34, cuando tras la revolución de Asturias visita Oviedo y se encuentra una ciudad calcinada; una destrucción -dirá Pla-, que no ha visto en ningún otro sitio del mundo. «Hay manzanas enteras de casas de cinco y seis pisos -escribe el autor catalán- que no conservan sino las paredes exteriores. Tanta destrucción produce una enorme impresión. Del magnífico hotel Covadonga, del Inglés, del Flora, queda lo mismo que del edificio del Automóvil Club. La visión de estos bloques hendidos que han sido volados con dinamita, después de ser saqueados, es inolvidable, horroriza. No ha quedado ni un café céntrico en pie. El café Niza, los bares Dragón y Riesgo han desaparecido bajo una montaña de escombros. Todo lo de Oviedo impresiona, pero la destrucción de los cafés cabe destacarse, porque no creo que hubiera ocurrido algo semejante en ninguna revolución anterior. Un café, ¿no es la casa de todos, no es el lugar de confluencia de las más diversas ideologías, de los pensamientos más opuestos? La destrucción de estos cafés es un hecho de un sadismo y de una anormalidad total».

En su libro sobre ‘La idea de Europa’, George Steiner cifra precisamente en los cafés -de París a Viena, de Roma a Lisboa- la genealogía de un mundo cultural que ha permanecido de algún modo a pesar del impacto de las dos guerras mundiales. Allí se escribe, se lee y se conversa; se cultivan los sueños y se moderan las pasiones, los amigos se encuentran y también se desencuentran. Se diría que lo que las peregrinaciones hicieron por Europa en la Edad Media lo han hecho los cafés en el mundo moderno. Que ardan -o se cierren- nos sugiere la fuerza del nihilismo: la creencia ciega de que un orden nuevo y mejor seguirá al caos y a la destrucción.

El poder de las imágenes, su belleza incluso: conviene no dejarlas de lado porque pueden volverse en contra nuestra, como de hecho ya ha sucedido. Cuando nos dejamos llevar por las emociones sin filtrar y por las creencias absolutas -blanco o negro, bueno o malo-, nos adentramos en un territorio que sabemos dónde empieza pero no dónde termina. En efecto, más que nunca necesitamos políticos, figuras públicas, intelectuales, pensadores que se empeñen en construir sin destruir, en mejorar sin empeorar. Se dan continuamente ventanas de oportunidades si las sabemos aprovechar, si queremos hacerlo, en lugar de ir detrás de las ensoñaciones utópicas de aquellos que niegan la complejidad social. Nadie duda ya de la crisis que anida en el corazón del sistema político -no sólo en España, también en el conjunto de Occidente-, como nadie duda de la necesidad de plantear reformas que faciliten la llegada de nuevos consensos. Se ha hecho otras veces en la historia, porque la historia es también el relato de las heridas cicatrizadas que cubren nuestra piel. No debemos tener miedo a las cicatrices, pero sí a quienes pretenden que las heridas permanezcan abiertas; sí al deseo de que ardan los cafés y de que nos encontremos sin lugares donde hablar, donde leer y escribir serenamente.