Tenía mucha razón Rilke cuando decía eso tan repetido de que «la verdadera patria del hombre es la infancia». Porque en la infancia se esconde una idílica felicidad que sustenta nuestras vidas. Debe de ser por eso que todos los patriotas tienen algo de infantiles. Mi primera patria fue una cabaña que construí con cuatro maderos, una manta vieja y un trozo de uralita hurtado a un gallinero. Fue bajo el manzano en la parte trasera de mi casa de La Granja y me servía de protección ante el resto de la familia. Hice amistad con dos vecinos, José Manuel (no recuerdo el apellido y creo que murió) y José Ramón Quirós, que llegaría a ser consejero de Sanidad. Y entonces la aldea de La Granja se convirtió en nuestra patria, frente a las agresiones -tal vez las imaginé- de los vecinos de Perlada y Carrocera. Fui al instituto Virgen de Covadonga, a un kilómetro de casa. Mis horizontes se ampliaron y El Entrego, la gran villa conocida hoy como L'Entregu, se convirtió en mi patria frente a los bárbaros de Sotrondio y Ciaño. Mis padres se compraron un pisito en Gijón y me hice culo moyau frente a los señoritos de Oviedo, que hablaban fino y todos eran funcionarios, según deduje entonces. Me empeñé en ser periodista y me trasladé a la entonces remota Pamplona. Podía haberme en navarro, pero no: la asturianía alcanzó su esplendor, Pedro Pablo Alonso o Juana Sabadell lo pueden atestiguar. A ver si no cómo explicaba a los pamplonicas que procedía de San Martín del Rey Aurelio, un pueblo que en realidad no existía como tal y cuyo nombre ni siquiera cabía en el DNI. Me quedé prendado de Navarra, la patria de la hospitalidad. Conocí a gente de toda España: 'murcianos de dinamita', 'valencianos de alegría', 'andaluces de relámpagos', 'extremeños de centeno', 'vascos de piedra blindada', 'catalanes de firmeza'€ Era 1975 y canté los versos de Miguel Hernández, que aún hoy me erizan el vello. Tenía amigos que respondían a esas exactas características. Hasta les podría poner nombre o apellido: Chema, Grau, Tinoco, Mora, Iñaki, Carles,... Había un país, aquella España en la que el gran objetivo era: «o cabemos todos o no cabía ni Dios», como proclamaba Víctor Manuel. El trabajo me trajo a Madrid. Sin dejar nunca de ser asturiano -Jesús Ramos o Javier Cuartas pueden acreditarlo-, me hice español. Ya son cuarenta años en Madrid y me siento madrileño, que es como sentirse de ninguna parte. Ya se sabe, «rompeolas de todas las Españas» (no podía olvidar a Machado). Y, claro, asumí aquello del más madrileño de todos, Gómez de la Serna: «Somos españoles nosotros mismos más por el idioma que por el suelo». Sé de dónde vengo y sé dónde estoy, pero si me preguntan por mi patria tendría que decir, como Rilke, que es la ensoñación de aquella infancia idealizada entre gallinas, conejos, un río negro y escombreras grises. Cada vez que se vuelve a hablar de patria o de nación, malo. La creía enterrada en las trasnochadas lecciones de Formación del Espíritu Nacional. Pero no, parece haber resucitado. Hasta el mayor fenómeno literario de los últimos años lleva por título Patria. En Cataluña se repite el mantra de «som una nació». En Chile, Bolivia, Ecuador, Venezuela o Cuba -se lo debemos haber legado los españoles- no paran de aludir a la patria para justificar lo injustificable. Es como un comodín incendiario. Al patriotismo recurren Donald Trump, con su 'Make America Great Again', o Putin, con su Frente Popular Panruso. Son sólo quimeras, sueños -qué bien lo expresaba la denostada sentencia del 'procés'-, señuelos para movilizar a los ciudadanos desmotivados con la ilusión de una aspiración imposible. En tiempos de miedo, se vuelve a recurrir a la patria para envalentonarse, para alentar la necesidad de un padre (caudillo) que nos proteja, o en su defecto un clan o una familia (patria potestad) que nos acoja en su seno. Cuidado con las patrias, porque como escribió Savater «todas las madres y todas las patrias nos quieren pequeños para que seamos más suyos». Estamos -estoy- en una edad en la que más vale saber vivir sin padre ni madre, y en la que, por tanto, la patria se adopta libremente. Y no tiene por qué ser solo una. Pueden ser varias. Si me obligan a elegir, me quedo con la infancia de Rilke y el idioma de Gómez de la Serna. Para qué más.