Constitución Española, artº 47: «Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulació».

Es un artículo tan vigente como el 155. Lleva ahí escrito y sagrado desde 1978 y, sin embargo, tiene un desarrollo legal y de programas de intervención casi nulo que nos sitúa a la cola de Europa. Solo el 1,5% del parque de viviendas es vivienda pública o social, frente a un 14% de media en Europa. Las familias destinan en torno al 45% de sus ingresos a hacer frente a los gastos de hipoteca o de alquiler, cuando la media europea es en torno al 32%. Y gastamos el 0,03% del PIB en subsidios y ayudas al acceso de la vivienda, mientras Europa gasta un 0,26 %.

Siendo malas cifras, no es lo peor. Lo más negativo es que no existe ningún plan, ni siquiera una alerta política o social para paliar un problema que va camino de convertirse en la gran crisis social de principio del siglo XXI.

Con una política de vivienda pública tan ínfima, el acceso a la vivienda de compra o alquiler se regula únicamente por el libre mercado. Los precios no están ligados al coste de la vida media de las familias como en buena parte de Europa y cualquier interacción externa encarece los precios. Antes de la burbuja inmobiliaria fueron los créditos a bajo interés y ayudas impositivas a la compra que dispararon los precios y ahora las necesidades de vivienda para el turismo en ciudades como Málaga.

Cabe recordar los datos publicados recientemente por EAPN-Andalucía. Málaga es el primer territorio en ejecuciones hipotecarias así como en lanzamientos por impago de alquiler y la provincia con un mayor número de plazas destinadas a alquiler turístico con un aumento de un 39,79 por ciento en un año. Este dato contrasta con las solicitudes de vivienda protegida, que han aumentado un 84 por ciento desde 2016. Estos y otros factores, como las dificultades para afrontar el pago de suministros básicos relacionados con la vivienda, se reflejan en un incremento del 12 por ciento de personas sin hogar respecto a 2017.

Prodiversa, junto a otras entidades y redes, trabaja para que llegue el mensaje de urgencia a administraciones, partidos políticos y sociedad. El problema no es únicamente de las capas de población más vulnerables, que también, es amplio y grave en familias monoparentales (tenemos el más alto índice de separación y divorcios con hijos de Europa), en personas de origen extranjero y, especialmente, en jóvenes entre 25 y 38 años.

Estos últimos, las personas jóvenes, además de afectadas por el difícil acceso a la vivienda, son los que más padecen la precariedad laboral, lo que pone en riesgo que buena parte de una generación se emancipen e inicien sus propios proyectos de vida. Un colapso y una desestructuración indeseable y muy peligrosa.