En no pocas ocasiones he proclamado la absoluta maestría del gran Robert Byron, como ya lo hizo Bruce Chatwin en 1981, en su luminosa introducción a El camino a Oxiana, la obra cumbre del maestro. Fue Jan Morris el que definió a Byron como un erudito y valiente viajero, un escritor prodigioso, siempre bajo la bandera de la inteligencia, el respeto a los demás y el sentido del humor. Murió en 1941, en los años duros de la Segunda Guerra Mundial, cuando su barco fue torpedeado, en aguas cálidas, como las que evocaba el gran Leopardi, por un submarino del Eje.

El regresar, una y a otra vez, a las nutritivas páginas del mejor libro de viajes de la historia, The Road to Oxiana, me había alejado durante demasiado tiempo de su obra anterior: First Russia, then Tibet. Al abrir de nuevo este volumen, el primero que leí de Byron, (publicado por Macmillan & Co en 1933) , descubrí que su autor lo había dedicado a Emerald Cunard. Me sonaba vagamente familiar. No en vano la Cunard fue una de las grandes navieras de aquella época. Me intrigó la persona a la que Robert Byron, antiguo alumno de Eton y del oxfordiano Merton College, había decidido dedicar su libro. Byron entonces tenía 28 años. Ese inteligente iconoclasta jamás hubiera dedicado un trabajo suyo a alguien que no lo mereciera.

Averigüé que Maud Alice Burke Cunard, Emerald para sus amigos, había nacido en la ciudad californiana de San Francisco el 3 de agosto de 1872. Pasó su juventud en Nueva York. Allí, con 12 años, descubrió la música de Wagner. Ese encuentro marcó toda su vida. La joven Emerald decidió mudarse a Londres. Entonces era la ciudad más civilizada e importante del planeta, además de la capital de un gran imperio. En la que - sin buscarlo - terminó deslumbrando a la alta sociedad de la época. Fue la cultísima musa de auténticos gigantes, como el escritor Roger Moore o el compositor Thomas Beecham. Estuvo a punto de casarse con el príncipe André Poniatowski, nieto del último rey de Polonia. Al final contrajo matrimonio con Sir Bache Cunard, nieto del fundador de la famosa naviera británica.

The Times la describió una vez como «la más generosa de las anfitrionas». Según Alan Jefferson, su biógrafo, Lady Cunard «pronto tuvo al todo Londres a sus pies. Su salón se convirtió en el más deseable punto de encuentro de músicos, pintores, escultores, poetas y escritores. También de prominentes políticos y militares, además de conocidos miembros de la aristocracia. El único requisito que ella exigía es que fueran personas interesantes».

En 1911 la unión de los Cunard terminó en un civilizado divorcio. Veinte años después, Lady Cunard se convirtió en una de las mejores amigas londinenses de su compatriota Wallis Simpson. Defendió sin vacilar la relación de su amiga con Eduardo, príncipe de Gales y futuro rey de Inglaterra. Este apoyo le costó la desaprobación y la posterior animosidad de la Reina Madre. Cuando Eduardo VIII abdicó en 1936, Lady Cunard recibió la noticia como una dolorosa tragedia personal.

Emerald Cunard falleció en 1948. Las luces de sus salones se fueron apagando en los años de guerra. Al final de sus días, residía en uno de los grandes hoteles de Londres: el legendario Dorchester, en Hyde Park Corner. Años después, en 1970, a unos metros de allí abrió sus puertas uno de los mejores hoteles de la Europa de aquella época: el Inn on the Park. Temple Fielding dijo en su famosa guía que había pasado demasiado tiempo en él buscando defectos. Infructuosamente. Lo inauguró y lo dirigió durante muchos años un gran hotelero español, el maestro Ramón Pajares. Puedo dar fe. Durante muchos años mi habitación en el Inn on the Park fue un inolvidable «pied-à-terre» londinense. Al final de esta modesta crónica sobre aquella gran dama americana que tanto amó a Londres, tengo que lamentar que ella nunca pudiera conocer ese espléndido hotel. Con un director tan español como los intrépidos navegantes que fundaron en las orillas del Pacífico a San Francisco, la que sería su ciudad natal.