¿Cuándo fue la última vez que disfrutaste con calma de una puesta de sol? Antes de nada, habrá que precisar que hay dos clases de ciudades, atendiendo al lugar al que se mira durante el ocaso. Se trata de una clasificación que, hasta la fecha, no me consta que haya sido formulada y que desarrollo a continuación: Hay ciudades, como Cádiz, en las que debe mirarse hacia el oeste, hacia un horizonte rectilíneo tras el que el disco solar se oculta con precisión quirúrgica; son las ciudades asentadas en un territorio plano. Hay otras en las que el espectáculo se ofrece en la dirección opuesta; son las rodeadas de montañas por el lado este. La luz crepuscular extrae un abanico insólito de tonalidades a sus laderas circundantes; Málaga pertenece a esta segunda categoría. En un pasaje en Al sur de Granada, Brenan describe una curiosa «ceremonia de la puesta del sol» que con toda solemnidad se llevaba a cabo en la casa de unos aristócratas ingleses residentes en Granada. Los asistentes a ella presenciaban inmóviles y en silencio cómo las cimas distantes adquirían distintas tonalidades «como si un rayo de un proyector de tecnicolor las estuviera enfocando». Don Geraldo también cita el estupor que tanta afectación -extravagancias de sus compatriotas, pensaba él- provocaba en un español allí presente, culto profesor universitario, para más señas. Yo, en cambio, lo que me pregunto es si la exposición cotidiana al prodigio nos vuelve insensibles a él. Un ascenso al cerro de los Ángeles para contemplar la puesta del astro rey nos redescubrirá el milagro: la ciudad entera se despliega al frente con los cerros alineados en estado de revista. Pero no hay que demorarse en hacerlo: un par de rascacielos emergerá pronto en medio del panorama, estropeándolo. No somos ingleses.