"En este tiempo hostil, propicio al odio», que diría el poeta Ángel González, corremos el peligro de difuminarnos en el vacío que nos oferta el relativismo social en el que, casi sin ser conscientes, nos hayamos inmersos. Nadie crece a salvo de desdibujarse entre la agenda y el calendario. El mundo se sucede a velocidad de vértigo y, si uno no se concede un instante para analizar el rumbo de sus días, es posible que, cuando todos nuestros años pasen, nos demos cuenta de que la vida nos ha llevado por donde ha querido. Tampoco la gente de Iglesia, la gente de fe, vive a salvo de esta realidad. Es posible que, también en la vorágine de las obligaciones vitales, nos limitemos, en ocasiones, al mero cumplimiento social de los sacramentos sin pararnos a pensar si hay algo más a lo que podamos estar llamados, algo que, de alguna manera, convoque ante Dios y ante el mundo la mejor versión posible de nosotros mismos, algo que nos haga dar el paso de lo externo a lo profundo. Vivir atento al soplo o a la llamada del Espíritu y a lo que la Iglesia viene a referir como los signos de los tiempos no es tarea fácil. El papa Francisco, en su discurso conclusivo del reciente Sínodo de la Amazonía, además de subrayar la justa apertura del papel de la mujer en la Iglesia y resaltar su dimensión pastoral, social, ecológica y cultural, también puso de manifiesto que es un buen momento para pararse a comprender «qué significa caminar juntos, qué significa discernir, qué significa escuchar y qué significa incorporar la rica tradición de la Iglesia a los momentos coyunturales». Ya en el libro de los Hechos, los llamados helenistas, judíos de tradición griega, alzaron la queja de que la comunidad desatendía a sus viudas. Es por ello que, habida cuenta de tal necesidad caritativa y material, los Apóstoles confirmaron los requisitos de aquellos que deberían cumplir con tal misión, la comunidad los eligió y, finalmente, los ordenaron para cubrir dicho ministerio. Un ministerio, el del diaconado, dedicado al servicio de la Palabra y de la comunidad a través del ejercicio de la caridad con los más débiles, los más necesitados, los enfermos y los desarraigados. La diócesis de Málaga, sensible y clarividente a la llamada del Espíritu y a los signos de los tiempos, ha sembrado y sigue sembrando el campo de este ministerio que vuelve a aflorar tras el Concilio Vaticano II y que, vocacionalmente, implica una clara actitud de servicio y de entrega. Es por ello que, actualmente, cuenta entre sus filas con diecisiete diáconos permanentes desde la última ordenación de tres de ellos el pasado mes de octubre. Que la Iglesia prevea, y la diócesis promueva, la participación en el sacramento del Orden de aquellos que también pueden estar llamados a la vocación matrimonial y familiar es una gran riqueza y fuente de interesante testimonio. No se trata de sacerdotes de segunda fila, ni de laicos promocionados, así lo aclara Antonio Eloy Madueño, rector del Seminario de Málaga, sino de una verdadera vocación de servicio. Una institución, la del diaconado, que, desde su particular situación religiosa y vocacional, también fue acogida en su época por el mismísimo san Francisco de Asís desde esa misma actitud de servicio que les refiero y por sentirse indigno para ejercer el sacerdocio. Y es así, desde este mismo orden de ideas, como lo señalaba el pasado mes de octubre Jesús Catalá, obispo de Málaga, referenciando palabras del propio papa Francisco: «El ministerio eclesial no es un honor, sino un servicio». Y así hay que vivirlo, y así hay que vivir. Porque es posible, como siempre digo, que, al final de nuestros días, cuando nos encontremos sentados en una silla, no recordemos nuestras agendas, nuestros horarios ni nuestras prisas sino, más bien, los encuentros que tuvimos o no tuvimos con el otro, el bien que hicimos o dejamos de hacer, la disponibilidad o la entrega que regalamos o negamos al desamparado, al débil, al que tocaba nuestra puerta o nos encontrábamos de paso en el camino de la vida. Eso, y no otra cosa, ni el currículo ni los grados ni los honores, será lo que, al final, defina nuestra persona.