El expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont ha hecho unas declaraciones a una TV israelí tremendamente elogiosas para con el Estado judío, en el que dice haber encontrado inspiración en la lucha por la independencia del pueblo catalán.

«Cataluña e Israel tienen proyectos nacionales y culturales muy parecidos. Israel ha de luchar diariamente para hacerse respetar. Es una nación que ha tenido que proteger su lengua, luchar contra grandes, incluso imperios que han intentado neutralizarle», afirma el prófugo de la justicia. No es el primer dirigente catalán que expresa admiración por el Estado judío: Jordi Pujol estableció ya fuertes lazos económicos y políticos con Israel, y el también expresidente Artur Mas se dijo inspirado por un pueblo decidido a ser libre como el israelí.

Otra cosa que comparten los independentistas catalanes y al Estado judío es su habilidad para crear un poderoso y tremendamenteficaz lobby internacional en defensa de su causa, que incluye a políticos, universitarios y líderes de opinión.

Habría que preguntarse en cualquier caso si el Israel que tanto dicen admirar los líderes independentistas catalanes y los columnistas a su servicio es un Estado que se dice la única democracia de Oriente Medio mientras discrimina a una cuarta parte de sus ciudadanos por su condición de árabes.

Un Estado decidido a acoger en su seno a todos los judíos del mundo aunque éstos sean nacidos en y ciudadanos de otros Estados y somete, sin embargo, a apartheid a los árabes que vieron la luz en lo que es hoy el Estado judío.

Por no hablar de las terribles condiciones y los continuos atropellos de los derechos humanos a los que, con absoluto desprecio de las resoluciones de la ONU y del más elemental derecho internacional, somete continuamente Israel a los palestinos de Gaza y Cisjordania.

¿Se ha olvidado ya la declaración Balfour (por el nombre del primer ministro británico de la época, Arthur James Balfour), de noviembre de 1917, que expresaba el apoyo del Reino Unido a la creación en Palestina, entonces todavía parte del imperio otomano, de un hogar que pudiese acoger a los judíos de todo el mundo, pero fijaba ciertas condiciones? En ese documento, dirigido a uno de los dirigentes de la Comunidad Judía en Gran Bretaña, Lionel Walter Rothschild para su transmisión a la Federación Sionista de ese país, se establecía que no se haría nada que pudiese perjudicar a los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías que viviesen en esa región.

Pues bien, mientras el actual Israel concede de modo automático el derecho de ciudadanía a cualquier judío -es decir, hijo de madre judía o fruto de una conversión aprobada por un rabino ortodoxo- llegado a Israel, veta el regreso a sus antiguos domicilios de los árabes expulsados de sus tierras ancestrales en la primera guerra árabe -israelí (1947/48) o durante la Guerra de los Seis Días (1967).

Según explica el autor judío estadounidense Sheldon Richman, autor del libro Coming to Palestine (Ed. Libertarian Institute), las leyes israelíes distinguen entre ciudadanía y nacionalidad: la nacionalidad de un ciudadano palestino que vive en Israel es la árabe, no la israelí, mientras que la de un ciudadano judío es judía y no israelí.

Y según la legislación aprobada el año pasado, el derecho a la autodeterminación corresponde únicamente al pueblo judío de modo que aunque digan que los ciudadanos de Israel son todos iguales, la realidad es que aquéllos a quienes se les reconoce la nacionalidad es judía son como los animales de la granja de George Orwell más iguales que el resto. ¿Es a tan flagrante apartheid a lo que aspira el independentismo catalán?