Me lo preguntan con el corazón político en la mano. Es uno de esos matrimonios mixtos (en intención de voto). Cincuentones, ella ha votado al PP, en blanco tras Aznar y después a Ciudadanos. Él casi siempre al PSOE y a Podemos. Sus dos hijos, de 19 y 22 años, -¡los dos!- votaron el pasado abril a Vox. «Los únicos que tienen cojones», argumentan. La juventud es adrenalina. Los indepes que desfogan en las calles catalanas también son en su mayoría jóvenes.

La pareja está preocupada por la deriva cívica de sus hijos. Ambos se sobresaltaron con la carga de violencia explícita del spot electoral del partido de Abascal contra la inmigración ilegal. Trump les parece un peligroso histrión al que los contrapesos del propio sistema norteamericano está limitando en defensa propia. La demonización del extranjero pobre les parece una indiscutible excrecencia del populismo radical. Sin embargo, que el discurso desprejuiciado de Vox seduzca a sus hijos les ha pillado por sorpresa.

Él y ella, ella y él, estaban cansados de que las respectivas opciones políticas con las que simpatizaban y a las que han ido votando a lo largo de sus vidas se fueran devaluando, hasta tratarles como a imbéciles. Y ahora ven cómo sus hijos, universitarios, que no han sufrido por nada pero que tanto han oído a sus padres quejarse de todo, identifican a Vox con la valentía, la verdad, la honradez y la determinación que faltan en la política española. El debate a cinco de la Academia de Televisión, sin ir más lejos, les dio la razón.

El debate empezó a las 10, en vez de a las 9, y terminó de madrugada, en vez de a las 12 de la noche. Su visionado no merecía el sacrificio de la España que trabaja (que son casi 100.000 menos en octubre, según los últimos datos del paro, aunque ni de esto ni de Cultura se habló en el debate) El debate en sí volvió a ser la primera prueba de cómo hemos llegado a esto. Un debate que costó una pasta que podía y debía haber hecho la televisión pública en sus instalaciones, ofreciendo la señal institucional en abierto a los medios que la quisieran emitir, lo que hizo la Academia. Aquí no hay BBC y, para colmo, en Cataluña hay TV3. Falta respeto, confianza y credibilidad por parte de todos en la independencia de lo público. Y falta sentido de estado entre los adversarios políticos.

Quien más tenía que ganar en el debate era Abascal. Otro diosecillo invitado por primera vez a ese olimpo mediático -52% de audiencia tuvo el debate quizá en parte por el morbo de su presencia-. Y le dejaron ganar. Visto lo visto, uno empieza a creer que el escenificado ninguneo que, en mayor o menor medida, le dedicaron sus compañeros de atril, mostró más la preocupante incapacidad de contrargumentarle que su pretendido desprecio moral. El jinete de Vox se mantuvo convincente, sereno y a lo suyo: España first. Vox ha encontrado un filón en hablar de lo que los demás no hablan y en hacer saltar por los aires lo políticamente correcto, aunque desde una radical irresponsabilidad. Abascal es como Trump, pero sin payasadas. Así que, aprovechándose de esta sociedad obligada a votar de nuevo que ya no cree en casi nadie que no sea la virgen de su barrio, ahí va Abascal. Santiago cabalga para cerrar España.