Voy viendo los datos económicos (subida del paro, contracción del consumo de las familias, descenso notable en la firma de hipotecas) y de reojo miro por el retrovisor cómo se acercan las elecciones del próximo domingo, en ese juego del gato y el ratón con el que nos tienen a los ciudadanos en un suspiro de qué pasará. Oigo en la radio algunas medidas estrella que plantean los partidos, tan apuntadas con un soplete en una barra de hielo que su fecha de consumo preferente se agota la misma noche de los resultados.

Me embriagan las bulerías de Juan el Camas («No nos interesa las cosas moderna que salen to los días/Cada día es más caro to y es más difícil vivir/¿A dónde me voy a najar yo? Ay! Que no pueo aguantá más aquí») pensando en las naderías en las que pensamos los comunes, recluidos en llegar a fin de mes, ahorrar para poder mantener en el futuro una dieta de pipas de girasol sentado en un banco del Parque y rezando para que Dios me dé salud y la Agencia Tributaria aplazamientos. No he escuchado ni una sola propuesta de quienes aspiran a gobernarme con mayor consistencia que una pompa de jabón. Calorías vacías, jamón de mono para llenar el hueco, nada por aquí, nada por allá y zascas con claque en redes sociales para ir pasando el tiempo que se nos escapa. Ni un plan de futuro, ni un futuro que vaya más allá de pasado mañana.

Estuve tentado de mandar unas semillas de tamarindo a cada uno de los líderes que aspiran, por aquel dicho de que quien planta tamarindos no los cosechará, pues tardan ochenta o noventa años en dar frutos, que recogerán generaciones venideras. No lo hice porque, ignorantes del mensaje, capaces eran de fumárselas y pudiéramos acabar peor. Incluso.