Decía Lévi-Strauss que sólo podemos amar -o prohibir o atacar- aquello que nuestros vocabularios y su gramática pueden designar. Lo descubrí a principios de la década de los cincuenta en esa Málaga, tan amada como añorada, que en esta recta final siempre llevo conmigo. Dijo George Orwell que el peor enemigo del lenguaje es la insinceridad. Málaga, la ciudad donde yo había nacido, era entonces un lugar que había sido tocado por mucho de lo bueno y también por mucho de lo malo. Como tantos otros lugares. Eso sí. Demasiadas cicatrices. La pobreza sin paliativos era todavía lacerante y estaba demasiado extendida. Muchos tenían demasiado miedo y otros demasiado odio. Es verdad que el ejemplo y la dignidad de no pocos conciudadanos nos iluminaron en tiempos oscuros. Con gestos muchas veces heroicos. Y aquella luminosa alegría de vivir, que tanto nos ayudó.

Sí. Aquella ciudad en la que vivíamos podía también ofrecernos momentos tan hermosos como inolvidables. Momentos tan emocionantes como los que hemos vivido hace unos días gracias a la princesa Leonor, princesa de Asturias y Gerona, en un importante acto institucional en la martirizada Barcelona. Nos habló, con sencillez, casi con humildad, siempre con perfección, en diferentes idiomas. Eso es muy de agradecer en un país como España, en el que sus habitantes suelen estar al final de la cola en las estadísticas que reflejan los conocimientos de otras lenguas.

Recuerdo la plaza del Carbón, en pleno centro histórico de Málaga, perfumada por las tortas que se confeccionaban en la confitería de María Manín. La mayoría de los que pasábamos por allí no teníamos dinero para comprar una de aquellas pequeñas maravillas. Pero podíamos imaginarlas a través de su aroma, que llenaba aquel rincón con generosidad y magia. Recuerdo a aquellos primeros turistas, generalmente ingleses, franceses o escandinavos. Buena gente. Sus hablas y sus buenas vibraciones daban un tono civilizado y reconfortante a aquella plazuela. No lo sabían. Pero fueron muy importantes.

Y sobre todo nos dieron a algunos el inmenso privilegio de sentir el deseo de aprender otros idiomas. Para más de uno, aquellos libros escritos en otras lenguas que ya podíamos descifrar, se convirtieron en una aventura, en una maravillosa forma de evasión, casi en un cálido y deseable exilio. Recuerdo que en mi caso ese privilegio se lo debía al ejemplo de un muy singular personaje. El cardenal boloñés Giuseppe Gaspare Mezzofanti (1774-1849). Un día descubrí su existencia curioseando entre los escasos libros que se habían salvado del naufragio, después de la guerra civil, de la biblioteca de mi abuelo materno. Además de ser un hombre justo, un 'santo vivente', el cardenal Mezzofanti alcanzó gran fama por saber hablar y escribir en muchos idiomas. También tenía fama de patriota y de hombre valeroso. Se negó a jurar lealtad a la República Cisalpina, creación del imperialismo napoleónico. Pero fueron su talento y su capacidad portentosa como lingüista los que llamaron la atención de la Santa Sede. Desde entonces se le conoce como el políglota más grande todos los tiempos. Según algunos de sus admiradores, llegó a aprender 72 idiomas. Según otros, fueron 50. Otros estudiosos afirman que hablaba y escribía como un nativo culto en 30 lenguas.

Monseñor Mezzofanti fue nombrado por Gregorio XVI conservador de la Biblioteca Vaticana. Además de prelado doméstico y protonotario apostólico. Hace ya algún tiempo, aprovechando una visita familiar a Roma, me acerqué a la iglesia de Sant'Onofrio al Gianicolo. Allí, en la tercera capilla a la izquierda, estaba el monumento fúnebre dedicado al cardenal. Aunque llegaba con un retraso de demasiados años, al fin pude inclinarme con gratitud ante el maestro.