Esta semana me fui de campo con dos escritores de interior vacío. Igual que un flaneur por esa España que arde en soledad, como aquel mapa de Bonanza de los antiguos mediodías de blanco y negro. Acerca de su cartografía moribunda me fueron contando y respondiendo interrogantes, como si deshojásemos las flores rurales a las que nadie les pregunta, pétalo a pétalo, quién ama sus mundos de ocre seco, de amarillos deslumbrados, de silencios entre cuyas cuerdas de aire no cantan los pájaros. Una España con muchos kilómetros de interior tan adentro que nadie sabe del desamparo del que se van muriendo los pueblos, bajo la sombra al acecho de un águila en el cielo. No corre por sus calles la algarabía de los niños ni en los zaguanes encalados de las casas una mujer desenvaina judías o trenza nudos de anea entre los nudos de sus dedos. Tampoco se escucha dentro de algún espejismo de penumbra el golpe seco del marfil punteado de corazones negros ahorcándole a los contrarios el seis doble y una ronda llena. Ni siquiera queda, entre los muros con telarañas de cardos en sus paredes, una vieja pizarra con números y palabras de caligrafía blanca como promesas de futuro. Todo está vacío. Los pozos, las fuentes, las sombras que sobre el suelo seco parecen la piel que hace días mudó de vieja una culebra. En el aire con olor a leña de esos pueblos ni siquiera se escucha el eco del tañido negro de una campana espantando el color de los atardeceres.

Cada vez son más los que se abandonan, los que se despueblan, convirtiéndose en páginas de un ensayo sobre cuatro ruedas y una mirada de desencuentro como la de Sergio del Molino en aquel libro de su fama, La España vacía de la que hablaba el otro día, en un acertado Encuentro organizado por la Fundación Manuel Alcántara y en el que también participaba Jesús Carrasco, un escritor sencillo y de mirada escrutadora, propia de quién ha buscado sueños en la niebla amarillenta del llano, en el no paisaje del territorio del que se alimentan los espejismos. En aquel instante ninguno sabíamos que hoy los vecinos de 700 pueblos de Cantabria deben desplazarse a otra localidad para ejercer su voto. No sabemos si en sus papeletas reclamarán, igual que los habitantes de la reciente movilización de Teruel existe, Soria ya - a la que se sumaron casi un centenar de plataformas de 24 provincias- una política eficaz contra el éxodo y el presente que se les desmorona lento sin escuela, sin consultorio médico, sin cajero de banco, sin un cura que le haga la cruz en paz del aceite al corazón en agonía de su pueblo con barba cana de muchos días de calor y polvo. Una escena que podría haber escrito Jesús Carrasco en su Intemperie, su novela de nuevo western en las pantallas de cine a las que regresa Benito Zambrano para contarnos del libro el viaje de un niño que huye acompañado por un solitario hombre de años y de antiguo oficio. Casi la metáfora de lo que sucede en el campo: el pasado sin futuro, el futuro sin horizonte. Ni carreteras decentes, ni la banda ancha que no llega y tan necesaria para que en los pueblos puedan asentarse empresas con las que salvar los pueblos. Un total de 8.124 municipios existentes, y con un elevado porcentaje de desaparecer, conforme la infancia deje las escuelas sin risas ni ojos abiertos de par en par y los jóvenes se casen rumbo a la felicidad de un barrio y los veranos a los que regresar. Serán entonces nuevas equis en mitad de un mapa que sólo importa cuando llegan las elecciones y los políticos se visten de cuadros y con botas. Casado acariciando un ternero tierno entre paja fresca; Albert Rivera pilotando un tractor de verde fuerte; Sánchez en el Mercado nacional de ganado de Torrelavega; Abascal a caballo siempre de montería para el voto. Al menos ninguno iba disfrazado del todo, lo mismo que aquella ministra Isabel Tocino ataviada de pastora portando la cartera de Medio Ambiente. Y creo que tampoco a sus escasos habitantes, náufragos en torno a un tapete de hule en el que amasa recuerdos con las miguitas de pan, les ha llegado el atrevido sms de casado pidiendo el voto.

Siempre a la política le ha tirado llevarse al personal al huerto o al monte. Lo mismo que de vez en cuando asciende a respirar lo humilde, lo ancestral y lo puro, en esas aldeas empinadas a las que sólo visita con afecto la nieve. En su mayoría no han leído a Miguel Delibes, ni a Azorín ni a Machado, y desconocen que la Comala de Juan Rulfo nació de sus viajes fotográficos por los llanos en llamas de los pueblos mexicanos. Pero saben que han de ganarse el disputado voto del señor Cayo, y del vecino de enfrente que no le habla ni cuando las tormentas propician que el diablo llame a las puertas de cuarterones, haciendo temblar el aliento amarillo de las velas. Por eso, cada cual se ha puesto la gomina medio despeinada y se ha echado el zurrón de domingo al hombro, juramentando ayudas y actuaciones. A veces demasiado audaces, como aquel alcalde del sur que prometió acabar con el levante. No son vientos ariscos los que expresan voluntad de combatir los nuestros de ayer y de hoy. Saben que lo que sopla y duele es la fuga incesante de los jóvenes y el dinero que no encuentra donde actualizar los sacrificios de cartilla ni sacar lo justo de esas falsas ventanas de pared que te piden los números secretos de tu nombre. Su campaña se empeña en mejoras tecnológicas de fibra potente que pongan a los pueblos en red, y en rebajas del IRPF para quienes decidan residir en estas zonas. Cualquier manzana a la que le frotan la pelusa sobe el pecho, esperando que sirvan las palabras y el gesto para sumar esos tres, cuatro y cinco escaños que reparten 99 de los 350 sillones del Congreso. El único tren a la hora en punto que les importa a quienes después, muy pronto, olvidan que su paisaje electoral sigue tornándose páramo. Nunca han dejado de ser los pueblos la Cenicienta de España.

"Ser menos no resta derechos". El grito de la revuelta de una parte hastiada del país donde el 30% del territorio concentra el 90% de la población. Los datos siempre pesan como un eco rebotando por gargantas de cuña. De 2011 a 2017, casi el 62% de las localidades perdieron vecinos, según datos del Comisionado del Gobierno frente al Reto Demográfico. Hay comarcas en España que tienen una densidad de población inferior a las más deshabitadas de Laponia o del norte de Finlandia, lindante con el Círculo Polar Ártico. Recordaron Sergio del Molino y Jesús Carrasco que desde siempre lo rural ha sido algo de las afueras de la vida, del atraso, del hambre, de la intemperie por salir adelante con el espinazo doblado y la huella del sol caligrafiada a plomo en la frente. También lo piensa el sociólogo Michavila cuando afirma que esa sensación de frustración de los ámbitos rurales, de su aislamiento del mundo asfaltado que los mira por encima del hombro, es la que está detrás del Brexit que no ganó en Londres, de ese Donald Trump que no fue presidente por la vocación de Nueva York. Que la brecha entre lo que unos exigen y otros desean es cada vez más grande. Un primer mundo frente a un tercero a pocos kilómetros y un abismo distante. En uno se caza con escopeta con vaho blanco de madrugadas abiertas en el monte y las presas se comen a escote. En el otro se dispara con números de calibre preciso, sin salir de los despachos y las presas no se cenan, sólo se dan de baja y se dejan en las cunetas. Piensan muchos que la ciudad no entiende el mundo rural, y como se dice en Teruel: "en la capital no saben que los pollos tienen plumas". Todo esto se convierte en la munición, en la autoestima del orgullo que manejan todos los políticos. Y sobre todo, en los últimos tiempos que nos traen de regreso todos los rostros de la barbarie, quiénes saben prender llamar en los rastrojos para flamear los ánimos que aventan atávicos odios.

Se habló de la España vaciada, de si la solución pasa por pintar de azul pitufo los pueblos blancos, por ofrecerle a los japoneses caminar descalzos bajo sus cerezos o por ofertar desde las alcaldías viviendas para artesanos, y hogares donde crecer niños que no sean náufragos aislados en una pantalla. Incluso de comprarse uno entre los 3.500 censados para disfrutar de lo que poco real que nos queda, de que el tiempo suceda acorde a las estaciones de la vida, de releer El bosque animado de Wenceslao Fernándes Flores, y aprender de un lenguaje que se toca, que se huele, que se usa, que se asienta y con el que se puede hacer del periodismo literatura.

Ser pueblo para vivir con los pies en tierra y que por sus cielos no dejen de volar los pájaros.