Se llama Antonio, y lo conozco desde hace años. La rutina del autobús da para mucho si se mantiene de manera constante. Los mismos rostros, los mismos gestos, las mismas expresiones y los mismos silencios se repiten cada mañana en la línea de la EMT. Un autobús matinal no es para nada sorpresivo sino, más bien, cabizbajo, alicaído, mustio. O, si lo prefieren, como diría el poeta Ángel González, un conjunto de "ojos bizcos, córneas torturadas, implacables pupilas, retinas reticentes que vigilan, desconfían, amenazan". Pero queda, quizá, como les digo, la mirada de Antonio. Una mirada totalmente ajena al hastío y a la indiferencia. Una mirada, la suya, cargada de una infinita bondad que se irradia y contagia a todo aquel que tiene la suerte de coincidir con él en el trayecto. Antonio no entiende de silencios, de vergüenzas, de distancias o de frialdades. Me da la sensación de que conoce a todos los conductores de la EMT, pero su buen trato no se limita a dicho gremio. Antonio saluda a todo el mundo, habla con todo el mundo, cuida de todo el mundo y está pendiente de todo el mundo. Y lo hace de manera natural, distinta, para nada forzada, sin poses. Antonio nació para las habilidades sociales. Ninguna iniciativa suya es impostada o lleva aparejada una segunda intención. Antonio posee el don de sentarse a tu lado y entablar conversación de manera profunda, sincera, emotiva. Tampoco tiene problema alguno para romper las barreras físicas, porque no cree en ellas. Si la ocasión pide un abrazo, Antonio lo regala como don y sin medida. Antonio charla y canta con mayores, jóvenes y niños, con funcionarios, maestros, directores de colegio, empleados de hogar y obreros de la construcción. Antonio habla con inmigrantes, con oriundos, con chinos, blancos, negros y mestizos. La mirada de Antonio es limpia, no juzga, no desmerece a nadie, no se irrita. Antonio se ríe con estrepitosa cercanía y hace caso más que omiso a esa insana expresión tan propia de nuestro siglo como es el "guardar las formas". Antonio es, irremediablemente, bueno. Antonio será, más o menos, de mi quinta, habla bien de sus amigos y de sus padres. Su centro de trabajo se encuentra dos o tres paradas antes que el mío. Allí, sin duda alguna, tendrán la suerte de contar no sólo con un trabajador fiel, eficaz y cumplidor sino con los infinitos beneficios que conlleva el tener en plantilla a una persona que irradia tantísima luz, tantísima esperanza, tantísima energía positiva, tantísima bondad. Quizá, por un momento, se sientan tentados a minusvalorar lo que les cuento, tacharlo de demagógico, restarle valor. Al fin y al cabo, hoy por hoy, ¿para qué sirve una sonrisa en la era de la eficacia? Sin embargo, en una época donde el estrés inunda nuestros minutos, una época en la que, a cuenta de la temperatura del aire acondicionado, afloran discusiones en las oficinas, los insultos emergen frente a los semáforos, las malas caras proliferan en las plazas y hablar de política o de fútbol se ha convertido en el mayor deporte de riesgo, personas como Antonio nos devuelven a nuestros orígenes, a nuestras sensaciones primigenias, a lo que debemos ser y, probablemente, no seamos, al compás primario de nuestra propia respiración, a aquello para lo que fuimos creados. Antonio nos enseña a cuidarnos, a estar pendientes los unos de los otros, a sonreír siempre, a conversar siempre, a cantar siempre. Y lo hace seamos como seamos y vengamos de donde vengamos. Gracias a Dios, algunos todavía entendemos que actitudes así son las que colorean nuestros días y nos edifican. Actitudes que nos enriquecen muchísimo más que el currículo, los cargos, los premios, las distinciones y todos esos honores que, más tarde o más temprano, se habrá de llevar el viento. Al final de nuestros años, talantes como el de Antonio se alzarán por encima de todo eso. Y es que personas como él, sin duda, están más preparadas que usted y que yo para afrontar y superar muchísimas situaciones vitales. Y sí, me consta que, hasta ahora, no les he dicho que Antonio es síndrome de Down. Quizá porque es irrelevante para hablar de sus bondades. O quizá, para evitarles, por si acaso, cualquier amago inicial de prejuicio sobre esta reflexión.