Leo en un diario que Farmaindustria amenaza con no renovar su convenio con nuestro Gobierno para controlar el gasto farmacéutico a menos que éste modifique, entre otras cosas, el plan para fomentar el uso de los genéricos aprobado por el Ministerio de Sanidad.

El presidente de la Asociación Nacional de la Industria Farmacéutica se quejó de que ese plan generalizase la prescripción de medicamentos por principio activo en detrimento de las marcas, lo cual «distorsiona la competencia entre compañías innovadoras sin producir ahorros».

Según la patronal, la prescripción generalizada de genéricos contribuirá a una mayor deslocalización de inversiones productivas a otros países como China o la India, lo cual genera problemas de calidad y desabastecimiento.

Además, argumenta la industria, parece obviar ese plan del Gobierno el hecho de que los medicamentos originales de marca están obligados por ley a bajar su coste a precio de genérico, lo que tiene como resultado que el 82 por ciento de las prescripciones son «de genérico o a precio de genérico».

Recuerdo a ese propósito las enormes presiones ejercidas en su día por algunos de los principales laboratorios farmacéuticos del mundo contra la producción de genéricos más baratos contra el sida en países emergentes como la India y Brasil.

Yo estaba entonces en Ginebra siguiendo esas negociaciones en el marco de la Organización Mundial de Comercio y traté el tema varias veces con el doctor Germán Velásquez, que coordinaba el programa de acción de fármacos de la Organización Mundial de la Salud.

Según Velásquez y otros expertos de la OMS, no era cierto que los países emergentes careciesen de la competencia y de los recursos humanos y técnicos capaces de garantizar la calidad de los genéricos que fabricaban a un coste mucho menor para los sistemas nacionales de salud.

Los laboratorios propietarios de las marcas argumentaban que los elevados precios de los medicamentos estaban justificados por los costos del largo proceso de investigación y desarrollo hasta su registro oficial aunque es un hecho conocido que buena parte de su presupuesto se invierte en publicidad.

Velásquez, que abandonó su cargo en la OMS tras denunciar la mercantilización de la salud y la influencia excesiva de los laboratorios en ese organismo y hoy es asesor especial del Centro del Sur, constituido por medio centenar de países en desarrollo, denuncia la falta de transparencia de la industria farmacéutica.

En un artículo publicado este mes en Le Monde Diplomatique, el experto colombiano critica el sistema de «precio por valor», que hace que un nuevo fármaco llamado Zolgensma, fabricado por el laboratorio suizo Novartis, se haya convertido en el más caro de la historia: administrado en una sola dosis, cuesta 2,125 millones de dólares.

¡Sí, han leído bien: más de dos millones! Como explica Velásquez, el fabricante separa completamente su precio de los costes de producción, investigación y desarrollo y tiene únicamente que ver con la estimación de los años de calidad de vida que consigue el paciente.

El problema de fondo, argumenta el experto, es si un medicamento debe venderse a precios que lo hagan asequible a todos los que lo necesitan, de modo que proporcione unos beneficios razonables, o atendiendo a otros cálculos de forma que sólo puedan permitírselo un número reducidísimo de personas para que el fabricante alcance al final una rentabilidad muy alta.

Pero hay más, y es que el citado medicamento, destinado a niños menores de dos años con atrofia muscular espinal, enfermedad con una alta tasa de mortalidad -en EEUU afecta a uno de cada 11.000 nacimientos- fue fruto de una investigación desarrollada inicialmente con fondos públicos y filantrópicos de un maratón televisivo francés.

Esa financiación pública permitió crear Genethon, un laboratorio sin ánimo de lucro que publicó los primeros mapas del genoma humano y permitió avanzar en el descubrimiento de genes responsables de enfermedades de origen genético.

El laboratorio vendió los derechos de una de sus patentes a una compañía estadounidense que tenía el Zongelsma en su cartera y que fue comprada a su vez por 7.700 millones de euros por el gigante suizo Novartis, que es quien pone ahora en el mercado el medicamento más caro de la historia de la industria farmacéutica.

Como explica Velásquez, «el Zolgensma, que puede salvar vidas y sustituir otros tratamientos costosos, fue desarrollado con dinero público con la expectativa de proporcionar una solución a un grave problema de salud pública y no para permitir que una empresa obtenga una ganancia extraordinaria».

¿Dejaremos que la salud deje de ser un derecho básico de todos los ciudadanos y se convierta cada vez más en un negocio privado al alcance sólo de unos pocos?