ark Zuckerberg no tiene intención de poner un dique a los anuncios políticos con mensajes falsos. No pasa por su privilegiada cabeza limpiar de malas hierbas las tierras de Facebook y verificar los mensajes que crecen en ellas, y que pueden influir, como ya sabemos de sobra, en las elecciones de los gobernantes futuros. Que se lo digan a Trump. Zuckerberg se escuda en que su empresa no tiene por qué dedicarse a separar el polvo embustero de la paja verdadera. Deja toda la responsabilidad de distinguirlo en los usuarios y él se lava las manos. Pero no contaba con una reacción interna de 250 de sus trabajadores que no están de acuerdo con esa posición de sus jefes y que han firmado una carta abierta oponiéndose a la temeraria dejación de funciones que supone dejar vía libre a una publicidad política libre de marcaje.

El riesgo de que semejante permisividad genere un tsunami antidemocrático de desinformación a gran escala es evidente. No cuestionan que Facebook acoja todo tipo de opiniones, pero sin convertir la sagrada libertad de expresión en un territorio sin ley donde mande la ley del embuste más fuerte. O mejor pagado. Los empleados de la compañía recuerdan que «sabemos que incluso nuestras elecciones más pequeñas impactan a las comunidades a una escala asombrosa. Queremos plantear nuestras preocupaciones antes de que sea demasiado tarde. La libertad de expresión y el discurso pagado no son lo mismo».

Y argumentan que las políticas de control que hoy se manejan son un peligro para lo que representa Facebook: «No protege las voces, sino que permite a los políticos utilizar la plataforma como un arma dirigida a las personas que creen que el contenido publicado por figuras políticas es confiable». Están en juego muchos elementos esenciales en un proyecto de comunicación global con un poder de influencia inmenso. La desconfianza de los usuarios, ya importante, crecerá al tiempo que aumenta la imagen de ser una empresa que no tiene escrúpulos a la hora de tragar con lo que sea si proporciona beneficio económico. No se limitan a exponer el problema: también sugieren soluciones. Algunas son tan obvias que sonroja recordarlas: utilizar las mismas normas que se aplican al resto de la publicidad, sean cuales sean los contenidos. Guerra a la publicidad engañosa. Y otra idea digna de tener en cuenta: distinguir visualmente los anuncios políticos para que el usuario común tenga claro que lo son. Y, como regla general, proponen directrices más transparentes sobre la publicidad política y respetar escrupulosamente las normas electorales de cada país. Sentido común.

No parece que Facebook vaya a cambiar de rumbo por las críticas internas y solo las presiones de las autoridades norteamericanas, cada vez más exigentes, podrían llegar algún día a convencer al todopoderoso Zuckerberg para que su nave deje de surcar aguas peligrosas que conducen a las rocas de la mentira y el engaño. En sus manos está impedirlo.