A ver si con tanto ajetreo político se nos va a olvidar organizar la comida de Navidad.

-Oiga, ¿no es un poco pronto?

-Pruebe a llamar a un restaurante.

Usted todavía se acuerda de la tajá que cogió el jefe el año pasado, quizás por ello va a tratar de sentarse más lejos de él esta vez. Tampoco muy cerca de Martínez, que había una botella de tinto para cada tres y se la zampó casi él solito, venga echarse y echarse. Antúnez venía ya borracho de casa, será para que no le dé mucho corte hablar. A Antúnez siempre le pedimos que diga unas palabras de confraternización al final, como colofón, y siempre se traba y emociona y acaba llorando. Yo creo que por eso se lo decimos, para que llore, somos así de mala gente. Lo bueno de que llore es que ya no atina a recitarnos algunos de los versos que compone, que para ser honestos no van a pasar a la historia de la lírica, aunque de su obra, «María Jesús, hazme caso por Dios» llegó a vender siete ejemplares. Creemos que María Jesús compró dos, pero la muy lianta no lo dice. Una vez colocada la palabra colofón, que era el empeño de hoy, uno se siente con la satisfacción del deber cumplido. Colofón. Pero no puedo resistirme a referir lo de Basilio. Que es para echarle de comer aparte. Pero literalmente, no sé por qué tiene que venir con nosotros a comer. Hace dos años se presentó con un tupper para llevarse la comida sobrante. La de él y la del jefe de ventas, que estaba a régimen. Acabó llevándose también un langostino mío. Me lo dejé porque a mí con los langostinos me pasa a veces como a Curro Romero con los toros, que como lo miraran mal no salía al ruedo. «Mamirao mal, no salgo», decía. A mí, como un langostino me mire mal es que tampoco salgo. Vamos, que ni lo cojo ni lo pelo, ahí te quedas, a mí no me miras mal, so gamba con ínfulas. Y no veas luego al pub que fuimos, Basilio con el tupper echando un cante a whisky, a lubina pasada y a langostino malencarado. El caso es que casi liga, con una chica que también venía de un condumio navideño de empresa, se ve que el atracón anula el sentido del olfato. Me huele a mí que sí. Nunca mejor dicho. Con todo, lo más difícil es consensuar el menú. Que si el gluten, que si la alergia, que si yo no pago más de 25 euros, que si otra vez carne. A mí cuando me preguntan siempre me declaro muy partidario de que haya patatas panaderas. Y proclamo que a mi entender, el precio ha de ajustarse a nuestras economías domésticas. Con estos dos lemas quedo exonerado de más consultas, ya no me preguntan, yo no sé si es que a todos les encantan las patatas panaderas (igual son el consenso que necesita este país) o es que lo de «doméstico» no lo entienden o les parece solemne. O muy caro. O muy cutre. Para cutre el que siempre pregunta si él puede pagar solo medio menú, es que yo, sabes, como poco y estoy estos días regular, si es que en realidad voy por estar un rato juntos. Ya saben que luego es el que arrasa con los aperitivos y arrambla con el postre y no te da un bocado porque aún no se ha tomado dos gin tonic, que esa es otra, comer no comerá pero gin tonic se hinca cuatro o cinco que da gusto y la panza la tendrá de no comer, claro, claro.

Lo de cómo sentar a la gente, ahora que todo el mundo es comunista o de ultraderecha, lo vamos a dejar para otro día, aunque ya saben que los extremos se tocan, sobre todo si han comido y bebido bien, están de tardeo y tonteo y el ambiente del local se vuelve propicio para el cortejo, el magreo y los prolegómenos.