Escribe Orwell en '1984' que en la sociedad de aquel Londres, perteneciente al estado de Oceanía, «diariamente el pasado era puesto al día». Hoy, sin que nadie nos obligue, no paramos de poner el pasado al día, de actualizar tramposamente los recuerdos, de recurrir a una memoria engañosa. Hasta el punto de que hemos creado una especie de paraíso histórico, un edén de recuerdos imaginados que añoramos hasta el éxtasis. Cuando el presente desencanta y el futuro aparece envuelto en nubarrones, escapamos al pasado a refugiarnos en el acogedor regazo de nuestra historia inventada. La primera librería que conocí se llamaba 'Roma Berlín'. Sí, como el eje. Curioso nombre en pleno franquismo. Me he pasado toda la vida preguntándome si le habrían puesto el nombre por el triste pasado político de las dos capitales o como referencia a dos grandes focos de cultura. No concibo una librería en aquellos años que se llamara, es un decir, 'Moscú Pekín'. Pero la librería 'Roma Berlín' tal vez sea fruto de mi imaginación -de hecho, más de uno me ha negado que en El Entrego haya existido nunca una librería con ese nombre-, tal vez sea una ensoñación infantil, donde la imaginación desbordada hacía confundir a los inofensivos compradores de libros de texto con espías de la guerra fría. He leído a muchos llorar por la desaparición del Círculo de Lectores. No dudo de su importancia en nuestra menesterosa cultura de entonces. Pero de ahí a añorarlo va un trecho bien largo. En mi casa nunca entró el Círculo. Mi recuerdo es el de unos señores viajantes, tan persistentes como los Testigos de Jehová, que llamaban a la puerta siempre en un momento inoportuno. Que ofrecían catálogos inmensos en los que era difícil decidirse. Que, sobre todo, ofrecían lo que hoy llamamos despectivamente best-sellers: Augusto Vázquez Figueroa, Harold Robbins, Sven Hassel, los premios Planeta, y cosas así. Es más, ya en los setenta, el Círculo era considerado el disfraz cultural -libros para adornar las estanterías- de los no lectores. Esos mismos que lloran la desaparición de la inútil reliquia histórica -porque eso era ya el Círculo de Lectores- son los que hoy no formarían parte de club de lectura ni atados. Son, somos, los que no tenemos más círculo de lectura que el gigante que nos trae los libros a casa y alguna librería que nos pille de paso. Así es la vida y o nos adaptamos al presente o jamás saldremos de esa cueva placentera, o zona de confort, que es la nostalgia. Lloramos por todo. Por las librerías, por los cafés y por los cines. Pero compramos en Amazon, tomamos café en los Starbucks y vemos series en Netflix. Lloramos por la pérdida de aquellas enciclopedias -otro trasto obsoleto- que Borges leía con fruición día tras día, pero nos fiamos de Google y de la Wiki. Lloramos por la decreciente influencia de los periódicos y nos informamos en Twitter y en Facebook. Lloramos por los vinilos y la música de la radio mientras nos enganchamos a las listas de Spotify. Lloramos por la pérdida de la tilde de solo, cuando nos hemos hartado de reír de los viejos de nuestra época que acentuaban 'fue'. Por no hablar de política. Lloramos por aquellos caballeros de los Pactos de la Moncloa, aquellos del consenso y el diálogo edificante. Rescatamos el «contra Franco vivíamos mejor» de Vázquez Montalbán. En los debates de hoy se cita a Suárez, a Companys, a Tarradellas, a Ramiro Ledesma, a Carrillo o a la Pasionaria, convertidos en referencias oníricas para los unos o los otros. Cualquiera diría que no tenemos presente y que el provenir nos aterra. Deberíamos mirar adelante y asumir, como proclamó Ortega, que «la vida es ante todo toparse con el futuro». Eso fue lo que siempre hizo, sin ir más lejos, la llorada Margarita Salas, que dedicó toda su existencia a enfrentarse cara a cara con el futuro.