No me gustan los ultimátums, los «lo tomas o lo dejas», los «conmigo o contra mí», los puntos de no retorno, la espada o la pared. No me gusta que me arrinconen, que me pongan un puñal en el pecho, que me obliguen a elegir entre «la bolsa o la vida», entre papá o mamá.

Si me dan a elegir, si he de decantarme por algo, que sea por los matices, por los tonos, por la mitad del camino. Ni salida ni llegada, ni blanco ni negro, ni cielo ni infierno, ni arriba ni abajo. Si tenemos que llegar a un punto que sea el del pacto, el del convenio, el de la paz. Si tengo que quedarme con algo, que sea el camino de la razón, de la palabra, de la cordura. Alguna vez he escuchado que un buen acuerdo es el que deja descontenta a las dos partes, y quizás sea verdad, porque siempre es mejor descontento que vencido. A la única ley a la que no debemos someternos es a la del más fuerte.

Tampoco me gustan las consignas, las ideas prefabricadas, precocinadas, listas para tragar. No me gustan quienes las crean y tampoco mucho quienes las consumen sin pararse siquiera a pensarlas un instante. Nunca me conmovió el «patria o muerte», pongamos por caso, y todo lo que vaya por esa vertiente trágica, bipolar, tremendista, por muy atractivo que parezca. Detrás de las consignas casi nunca se esconde la solución, sino muchos más problemas. Dejarse llevar por ellas es elegir el camino de la sinrazón, de la oscuridad más absoluta. Una vez promulgadas y asumidas, las consignas abolen el pensamiento, pues dan la falsa seguridad de que ya está todo pensado porque hemos alcanzado la verdad, la hemos sintetizado, como quien logra la esencia, la parte más pura, delicada, cardinal de las cosas.

Pero esto no es así, más bien al contrario. Como vengo tratando de explicar, prefiero optar por situaciones menos categóricas, más llevaderas, más transitables. La vida tiene demasiados matices como para reducir las cosas únicamente a dos posibilidades. Y sin embargo, ahí estamos instalándonos últimamente, en ese modo de barbarie.

Etimológicamente, bárbaro es «el que balbucea». Los antiguos griegos llamaron bárbaros, peyorativamente, a quienes en lugar de hablar balbuceaban, y más adelante el término pasó a designar a quienes están en un estadio de evolución cultural intermedio entre el salvajismo y la civilización. De modo que cuando alguien plantea «independencia o barbarie», no está dando opciones, porque con el ultimátum, intrínsecamente, ya ha optado por la violencia, por el salvajismo, por la barbarie.