Lo distinto no es el miedo de lo extraño. Es un yo en el otro. Sólo hay que mirarse con respeto a los ojos que hacen lo mismo de nosotros: comunicarse de frente, un silencio que se habla despacio, buscando una palabra en la que encontrarnos. Dejar unos de ser en los otros extranjeros, inmigrantes, adversarios para convivir en la suma de lo diferente como una riqueza de lo humano. No es tan difícil enseñarlo hoy en las escuelas porque en sus aulas existen cada vez más menos fronteras y el color de la piel es la misma figura con geometrías simétricas en el cristal del espejo. La infancia se ha convertido sin ruido en un hermoso mapa con nombres y razas compañeras a partir de la guardería, de la risa compartida del juego, de la complicidad que desde pequeños enlaza la amistad que luego, poco a poco, se va construyendo y se extiende en la universidad y en la desnudez del amor de dos contrarios desnudos en un mismo abrazo. En esos ámbitos los más jóvenes, incluso en su adolescencia sentimental de la rebeldía y del deseo, lo único diferente contra lo que se miden son los padres, y en segundo lugar los profesores y las normas que se entienden fuera del campo de experiencias de la edad en la que la identidad es un monólogo a solas contra el mundo.

El problema de la intolerancia, contra la que ayer celebramos el día de lo contrario, se enquina y se enquista en las relaciones entre adultos y en la jungla de las redes donde todo se transgrede y se impudicia y las emociones primarias predominan en bronca sobre el pensamiento y sus reflexiones. Dos universos que se antojan rígidos, recelosos, en permanente conflicto con el respeto y con el diálogo. En la interacción a través de internet y alrededor de un mostrador de bar siempre pierde bajo el grito de la agresividad la fuerza de la razón frente a la razón de la fuerza. Da igual el tema, si es algo aristado en diferentes perspectivas enseguida la algarabía se inflama. No hay lugar para el debate con argumentos bien desarrollados desde lo sereno. Lo plural en España, e incluso en todo el mundo latino, es sinónimo de discordia y de enfrentamiento. Entre las cejas no se extirpa el ceño de lo propio, del yo hegemónico exigiendo la sumisión de quienes consideramos menos o un intruso entre lo nuestro. Especialmente cuando los problemas económicos, laborales, de vivienda y sanidad pesan propios entre los excluidos del capitalismo, que en estos días tiembla y comienza a poner a salvo y sin dirección conocida sus riquezas. Los impuestos sólo son para los que menos tienen. En tiempos de Robin Hood se llevaban la cosecha a pie de la puerta de casa, y a caballo el comisario de la recaudación armada de la nobleza. Hoy con la tecnología ni siquiera se manchan las manos de trigo con gusanos. Esa vulnerabilidad del desclasado es el vientre donde mejor engorda el miedo al inmigrante, al que se le culpa de la desgracia y de una desleal competencia que nos roba lo nuestro. Lo ha gritado un político de Vox sin pudor y a la llana.

Sucedió entre judíos y árabes de la España de taifas; en la de los moriscos y los mudéjares; en la de los conversos y la de la Inquisición que hizo caja con las brujas. Nadie como Hitler para hacer del diferente la razón de una política del orgullo y el ADN, y señalar a los adversarios culpables de su maltrecha economía y la corrupción enmascarada. La estrategia se repite en muchos sitios cercanos, y a su alrededor la misma demagogia. Los negocios redondos de quienes se mueven con elegancia de hipocresía en el mercado negro de las ideas y del dinero, mientras las masas, ay las masas del pueblo al que no pensar le cuesta tan poco, corretean por las calles y hacen banderas de sus barricadas. Las mismas que se atrincheran en despachos acristalados, en salones bajo regios retratos o en las mansiones allí donde la nieve en la que se refugian los lobos. La vieja intolerancia lo mismo viste de esmoquin, de traje cruzado de despacho que se sube al caballo con espuelas y lo azuza en mitad de las plazas contra el enemigo convertido en blanco de la ira. Lo lleva haciendo con xenofobia en los campos de sol y plástico y mano de obra sin papeles, donde no flamean de noche las antorchas encapuchadas contra el negro del que se enamoran las hijas o que prospera con una manoseada cartilla de ahorros. Está el sur del oeste en el sur de España, donde es otra cosecha diferente al algodón la que se bracea pero son iguales el racismo y el odio. Los sentimientos envenenados que andan convirtiéndose en votos en este siglo XXI desde el que estamos retrocediendo sin coraje al XVII.

La intolerancia es el aliento de la violencia como argumento desde el que imponer el criterio, el rechazo y a continuación el insulto. De palabra, de gesto y de acción. El tridente de un comportamiento que siempre conlleva el amparo tribal del grupo, el respaldo de la manada al exabrupto y en muchas ocasiones a la cabalgata de la cacería. Basta con recodar el viejo Ku Klux Klan y sus linchamientos coreados alrededor de la debilidad inocente de todo de la víctima. La agresión en estos tiempos de crispamiento en el Congreso, en las tertulias, en las mesas de los domingos, en las señaladas redes donde cruzar los límites se antoja un divertimento y en tantas otras partes donde la serenidad se siente en minoría e incómoda, es una constante cuando nos referimos al otro. Se puede disentir y hacerlo es necesario. Es sinónimo de libertad confrontar ideologías y posiciones pero desde ellas nunca me ha gustado arengar a la batalla, si antes no ha mediado un comportamiento carente de educación, de humanismo, de inteligencia y de ética. Rechazo por tanto a quienes alientan el fuego desde los discursos dominantes, desde los medios de información y ponen en cuestión normas, ideales, instituciones y personas sin dar espacio a los análisis, dejando de lado el plomo candente del no y la tendencia a la incapacidad de ceder. Mi educación me enseñó a tener la sensibilidad de reconocerle al otro la misma libertad de pensamiento y de expresión que reclamo para mí, y me enorgullece el guiño de cumplir fecha de cumpleaños con Voltaire, de cuya filosofía aprendí que el valor ético de la tolerancia es un imperativo categórico de la vida civil fundado en el ideal del respeto mutuo entre los individuos. Y su afirmación de que la intolerancia es lo único intolerable. Lo mismo que de sus contemporáneos Rousseau, Diderot, Spinoza y Kant he seguido el convencimiento de que sumir la defensa del otro no implica abandonar las propias ideas, como hizo Emile Zola en el Caso Dreyfus con su maravilloso manifiesto «Yo acuso» en defensa del capitán judío acusado de traición a la patria. Que necesario releer a los clásicos e instruir a los más jóvenes al menos en la esencia de su espíritu filosófico. La cultura, no dejo de decirlo, como eficaz y urgente antídoto contra el narcisismo, la arrogancia, la ignorancia y la exclusión.

En los últimos años estamos presenciando una espiral creciente de fenómenos de racismo y neofascismo, que impregnan la escena pública acompañados de actos y manifestaciones de odio explícito y persecución contra comunidades enteras y sus individuos. Dos de las últimas víctimas han sido el futbolista italiano Balotelli a quién espectadores del Verona le hicieron el ulular de los monos cuando iba a ejecutar un córner, y la senadora también italiano Liliana Segre, superviviente de Auschwitz, a quien el gobierno le ha puesto escolta por los más de 200 mensajes de odio que recibe cada día por las redes sociales. Otras veces son los marroquíes de un barrio a los que constantemente se les desprecia con el término moracos o los mendigos o los ancianos a los que la intolerancia acosa desde esa moral con un ojo cojo y el aval de un humanismo que ocupa el escalafón más bajo de lo cotidiano. con Hay intolerancia también en las costumbres poco dialogantes con la democracia de nuestra cultura quienes vienen en busca de bienestar y tratan de imponernos lo que nuestra dignidad combatió en favor de la libertad y la igualdad. Siempre hay un rechazo de aquellos cuyo lenguaje no entendemos. No es raro, si entre nosotros mismos, en esta semana y en la que llega, convertimos lo político en una permanente intolerancia irritable hacia quienes piensan diferente.

Ayer se celebró el Día Internacional de la Tolerancia, y hoy y también mañana y el que viene debemos festejarlo como el trabajo diario de aprender el valor de la palabra. Que lo importante es la justicia, el bien, la belleza y la verdad, los principios que deben hacernos iguales a los diferentes en el disfrute y en el progreso de ser, pensar, crear y convivir.