Con el calor se derriten y con el frío se hielan. Me refiero a las emociones. El caloret de doña Rita hinche las emociones y les da volumen, un volumen flexible y moldeable. El frío las densifica, las contrae, las estenosa, las acota... Antes, durante el pasado siglo, cuando Málaga disfrutaba de primaveras y otoños, los tránsitos entre el verano y el invierno -y viceversa- eran pausados y llevaderos, pero el gobierno contranatural mundialmente coligado de los plásticos, los tubos de escape, las ventosidades de las enhestadas chimeneas industriales, el indiscriminado bosquicidio y la falta de consciencia con las aguas de los mares y los océanos han herido de muerte a las dos estaciones más emocionalmente comprometidas con el sapiens.

Actualmente, uno se acuesta amorosamente emocionado en verano y amanece iracundamente contrariado en invierno, como todos los aspirantes a qué sé yo qué del pasado 11 de noviembre, porque todos perdieron algo. Hace unos días, muy pocos, mis emociones y yo nos encamamos fundidos en un abrazo entregadamente sensible y amanecimos entrelazados en un abrazo por pura supervivencia frente al frío. Tan rotunda fue la experiencia que lo primero que hice al levantarme fue consultar la fecha, por si mi sueño aquella noche hubiera durado cuatro meses, o más. Pero quia, entre mi dormir y mi despertar solo habían transcurrido cinco horas.

Quizá en ello también influyó que a mi casa, últimamente, le han crecido demasiados vacíos frígidos, y que el invierno los intensifica. Ni siquiera la música encuentra acomodo en mi casa, ya. De hecho, anoche, al volver a casa viví una experiencia que quiero compartir con usted, amable leyente:

Estaba a punto de introducir la llave en la cerradura cuando escuché música proveniente del interior. Sonaba bajita y discorde, como una orquesta afinando. Abrí, entre en casa y cerré la puerta con el silente sigilo de un experto en disimulos. Encendí la luz, y de puntillas recorrí la casa. Y allí estaban ellas...

En el salón, repantingadas en el sofá, musicaban una fusa, dos corcheas, una semicorchea, cuatro negras, dos blancas y una redonda, todas ellas escoltadas por sus callados silencios. Emocionado, me dispuse a escucharlas. Todas se quejaban del frío y del gélido vacío que lo invadía todo. Acababan de tomar la determinación de abandonarme y huir de casa, al Caribe, decían, porque allí el calor de la música es el idioma, pero se encontraban prisioneras de una realidad insalvable: las velocidades de pulso que distinguen a cada figura musical les impedían salir de casa y llegar al Caribe todas a la vez, como pretendían.

Justo cuando me acomodaba, la semicorchea intentaba convencer a la fusa de que entrenando a fondo ella conseguiría su velocidad. Todas escuchaban atentas, cuando, de pronto, la redonda, con la parsimoniosa pachorra propia de su naturaleza, intervino con tono solemne:

-¡Semicorchea, no seas torpe...! -dijo con voz afectada-. Si entrenas y llegas a la velocidad de una fusa dejarás de ser tú. Si quieres actuar a favor de la música, deja de parir ideas desafinadas. No renuncies a ti. De hecho, compañeras -dijo refiriéndose a todas-, conmigo no contéis, yo iré a mi paso y no con la lengua fuera. Prometo que nunca me veréis en la partitura plana de un martillo pilón.

¡Joder...! -exclamé en silencio-, la redonda, la menos compleja del grupo, acababa de poner al resto del grupo y a mí mismo en clave de fa, que es la que marca las notas más graves de la partitura. Y, de paso, según yo, también ponía en clave de fa al primer Paco de la Torre de Málaga, nuestro cuasi ubicuamente perfectivo alcalde.

Alcalde, decía Thomas Mann que no hay que hacer deprisa lo que es para siempre. Y eso seguro que lo dijo para usted y para mí hoy. Hágale caso a don Thomas y a la figura musical redonda que vive en mi casa, que es la suya. Relájese y descabálguese del corcel de la prisa propia de las semifusas cuando se trata del crecimiento hotelero de la ciudad que gestiona. Es más, vuélvase redonda y controle el tempo interviniendo en contra de todo crecimiento verdaderamente no justificado. Contenga la torpeza turísticamente histórica, que ésta siempre termina poniendo el carro de la oferta delante de los bueyes de la demanda.

Escuche a Cervantes, sin leerlo, y recuerde que la música recompone los ánimos.