A lo tonto, llevo una semana sin fumar. Como el que no quiere la cosa, con esa falsa modestia, de hacer que el deseo de fumar, esa cosa enorme, que llena todo pensamiento y todo tiempo, que te acompaña por la calle, en la ducha y hasta en el sarcófago del TAC, simplemente no es para tanto.

Y lo voy consiguiendo gracias a un proceso que, al menos a mí, me ha resultado innovador y, hasta la presente, extraordinariamente eficaz.

Nada de terapias en grupo en el Servicio Andaluz de Salud, que llevo esperando desde 2016 y que si me llaman estoy por ir aunque ya no fume, más que nada por la ilusión de que me llamen de la sanidad pública para algo; nada de pastillas - ¡ahora que habían sacado hasta un genérico de los de 0,80 euros la caja!- ni de parches, ni de chicles, ni de inhaladores ni de cigarritos de plástico. Nada de acupuntura, ni chamanes, ni aromaterapia. Todo ha sido más sencillo. Simplemente he leído algunas explicaciones fundadas de la sentencia de los EREs, gracias a las cuales hemos podido saber que los centenares de millones de euros no son para tanto, que realmente sirvieron para crear paz social, que quienes recibieron las ayudas realmente tenían derecho, salvo quienes no tenían derecho a ellas, que hubo cuatro golfos - cinco lo más - y que hay que pasar página, que menudo disgusto nos hemos llevado ya. Si mañana alguien vuelve a preguntar sobre el tema, desde alguna columna le dirán que ya está bien con el asunto y que deje de crispar.

Si son capaces de hacer desaparecer ese elefante de la habitación y convertirlo en un mixto de heterodoxia en la gestión de los fondos públicos y chiste de Paco Gandía, coincidirán conmigo en que lo de convencerme para dejar de fumar sin esfuerzo ha sido pan comido.