Soy Escorpio.

Suspiro y sonrío. Ni me gusta ni me da buen rollo. Llevo poco tiempo en esto, pero ya he aprendido dos cosas: la primera impresión es importante, pero no tanto como los diez minutos después de los primeros quince minutos. No puedo evitar imaginarme entrevistada por un periodista: «¿En qué consiste su teoría de los veinticinco minutos?». Y yo sin saber qué responderle o siquiera cómo mentirle. Me encuentro muy a gusto en mi universo interior, donde no tengo que excusarme ni resumir o exponer mis teorías y ocurrencias. Cuando me salgo de él, aparecen con frecuencia los juicios de los demás. Ya hace un tiempo decidí que me dan igual, que no hago mal a nadie con mis experimentos sociales.

—¿Quieres otra?

—Vale.

Mierda, he olvidado poner la alarma. Tengo que ser más metódica, apuntar los pasos a seguir, un protocolo, y proceder con exactitud con él. No muchas reglas, solo las imprescindibles, porque si tienes demasiadas, luego no puedes ponerlas en práctica y se contradicen y anulan las unas a las otras. Me va a llevar tres o cuatro citas más pulir la técnica. No pasa nada.

—Voy al servicio.

Me levanto de una de las mesas de la terraza y entro en el bar; en el umbral, el camarero más guapo de Málaga me saluda con un guiño. Me podría detener a conversar con él, puede ser un buen candidato y parece que le gusto. Es polaco, creo. Seguro que está habituado a ligar con clientas, a una noche sin preguntas ni tellamarés. No, se lo tiene que currar: tendrá los ojos verdes, una sonrisa de niño travieso y brazos esculturales, pero la primera regla que me he marcado es que me tienen que entrar, y un guiño no es un comienzo, es una invitación a que empiece yo. Seguro que se lo tiene muy creído, y nunca me han gustado los tíos así; una tiene la sensación de ser una carta más en la baraja infinita de sus posibilidades, y esa sensación me incomoda. Soy poco competitiva, en el colegio ni siquiera llegaba la última cuando en clase de gimnasia nos proponían una carrera, sencillamente me negaba a participar. «Esta niña tiene la cabeza llena de tonterías», oía que decía la profe.

A lo mejor este invento con el que llevo un par de semanas es una de esas tonterías. Como tantas otras. Otra vez las dudas, las ganas de dejarlo. No. Es una buena idea. Seguro que a alguien le interesa. Sí. Yo escribo bien. Me miro en el espejo del servicio y me lo repito en voz alta:

—Escribes bien, Sonia.

—Lo sé —me responde mi imagen—. Solo tienes que confiar en ti, nada más: no te preguntes si tienes alas, sencillamente echa a volar.

—Eso es, volar.

Mi imagen tiene tendencia a dar consejos de libros de autoayuda, tiene que estar enganchada a ellos. Nunca le llevo la contraria, tengo miedo de que se enfade y no quiera volver a hablar conmigo. Me hace sentir especial.

—Anda, pon la alarma para dentro de seis minutos —me dice—. Que no se te olvide la próxima vez.

—Gracias.

Aunque no he hecho nada, tiro de la cisterna. Actúo como si fuera una espía, con el convencimiento de que mi plan ha de ser secretísimo; no puedo dar pie a ninguna sospecha. Salgo del baño y me dirijo resolutiva al exterior; cuanto antes termine la cita con el ingeniero de sistemas de Oregón, mucho mejor. No recuerdo su nombre siquiera. Joder, ¿dónde está?

—Se ha ido —me dice el camarero—. Ha pagado la cuenta y me ha dicho que te dé sus disculpas; una urgencia en el trabajo.

—Vaya —digo.

Venga, hombre, éntrame, sigue un poco más la charla, dame una excusa para meterte en mi historia. Lo vamos a pasar bien. Le miro los brazos; seguro que su padre trabajaba en algún astillero en Gdansk y le acunaba cuando era bebé al volver a casa. Me imagino su familia perfecta, honrada y trabajadora. Quiero pertenecer a ella.

No puede ser: sonríe, me vuelve a guiñar y se pierde entre las mesas de la terraza.

Se lo tiene muy creído. Que le den.