Llueve. Y lo hace, al fin, de forma cadenciosa y continua. Cae una lluvia antigua, serena, como las que presenciábamos de niños durante las tardes de invierno, mientras hacíamos los deberes. Por una vez, llueve sin sobresaltos ni episodios torrenciales, sin alertas de Aemet ni arroyos que se desborden. Quizá el sábado, cuando lean estas líneas, luzca un sol radiante. Pero, en el momento de redactarlas, un manto gris cubre los tejados. Y la sensación es muy placentera, de tan lejana que parecía: un bálsamo para espíritus tocados por la melancolía, atormentados en la era del estrépito y la prisa.

A la vez que escribo, suena la Oda a Santa Cecilia compuesta por Haendel en 1739. No en vano, hoy, 22 de noviembre, es el día que el santoral dedica a la patrona de la música, y los integrantes de la secta de los melómanos nos felicitamos unos a otros en correspondencia con la efeméride. La pieza ha llegado a modo de felicitación, de hecho.

«What passion cannot music raise, and quell?» se pregunta la Bartoli; a continuación, el bajo continuo que acompaña su voz obra el prodigio de detener el tiempo. ¿Hay alguna pasión que la música no pueda provocar? El intento de recordar el paradero del paraguas, cuya última pista conocida data de meses atrás, resulta baldío. En su lugar, surge implacable el recuerdo de épocas y lugares perdidos para siempre, eclipsando otras cuestiones más perentorias. La mirada huye entonces del monitor, atraída por las gotitas que deslizan por el cristal, y quien mira es -por un instante- un niño haciendo los deberes en una tarde invernal. La vida era esto.

El coro, ajeno a tales pensamientos, concluye la oda:

Los muertos vivirán, los vivos morirán, / y la música entonará el firmamento.