os polvos son polisémicos y avariciosos, homónimos y amarretes, especialmente cuando salen de copas con los verbos y se despendolan. Los polvos, cubren, ocultan, ensucian, delatan, demuestran, acusan... Y se muerden, se hacen, se arrojan, se levantan, se aspiran, se diluyen, se mezclan, se huelen, se limpian, se sacan, se esnifan, se matan, se sacuden...

La historia está llena de anillos con polvos venenosos y de bebedizos hechos de polvos, y de hogueras y aquelarres invocando al Maligno a base de polvos de todas clases. La humanidad entera es polvo que al polvo vuelve y cada vida es una historia de polvos de ida y vuelta. Polvo somos y en polvo nos convertimos...

Los polvos tan son partículas invisibles que abrazan los libros y naturalizan los sueños, como estrictos antídotos de la farmacopea que impide que nos convirtamos en silente eternidad, en "fantasmas de polvo y aire", que escribió Dámaso Alonso, en su Hijo de la ira, creo. El polvo de oro llena el aire entre dos cuerpos en una habitación o en un verso, decía Cortázar. Grande don Julio.

Hay polvos guía que cincelan la huella del caminante. Y polvos hercúleos que definen el camino del vendaval, que es un camino de ida. Y polvos de eternidad como el del insalvable último jaque mate de la Naturaleza, que es un camino de vuelta.

El maridaje de los polvos con la pléyade de verbos que, sedentes, los esperan en el camino es un continuum. Tanto es posible morder el polvo, como hacernos polvo o mostrarnos libres de polvo (y paja) o sacudirnos el polvo (la responsabilidad) o asumir que de aquellos polvos vienen estos lodos... Innumerables verbos cortejan sucesivamente al polvo, a los polvos, pero, entre ellos, solo uno se derrama con ellos hasta el infinito, en el sentido más amplio: el verbo echar. El verbo echar enaltece todos los polvos, sin distinción, en todas las ocasiones.

Sin los polvitos de Maricoco que ni usted los ve, amable leyente, ni yo no tampoco, los prestidigitadores que los echan estarían desnudos de trucos; sin los polvos mágicos que hicieron posible el bálsamo de Fierabrás, muy anterior, por cierto, al longilíneo Caballero de la Triste Figura, poco o nada habría aportado la leyenda de tan milagroso ungüento a nuestro obra más universal. Y aun todavía menos habría descubierto la eficacia del bebedizo de Panoramix en las aventuras de Asterix y Obelix, del italogabacho Albert Uderzo. La historia está plagada de polvos echados para embriagar, para envenenar, para convencer, para adormecer, para enamorar...

La profundidad y diversidad de la relación entre el polvo, los polvos, y el verbo echar es tal que a veces uno llega a perderse en la comprensión de los actos y sus significados, por el doble sentido que a veces facilita nuestra extensa lengua, pero, aun así, con los años, el verbo sabio de los maestros me ha venido dejando chispitas de sabiduría que hago inmediatamente mías. Por ejemplo, recuerdo perfectamente, como si fuera en este preciso instante, cuando Serrat, me convenció con rotundidad al airear con su música aquello de que prefería un buen polvo a un rapapolvo. Yo, cuando lo escuché, inmediatamente, asumí su credo como mío.

Si hubiera de asumir una de estas chispas como la chispa de todas las chispas, sin dudarlo asumiría uno de los destellos del maestro Gabo. Y la asumiría no tan solo por venir de quien viene, que ya sería bastante, sino porque yo ya había llegado a la misma conclusión antes de 1985, año este en que fue publicada su obra. Y había llegado a esta conclusión desde el análisis científico de la actividad turística y, especialmente, de la actividad hotelera.

Resulta que un día yo supe que las habitaciones de hotel, como unidades de negocio, no son almacenables. Es decir, la habitación que no se ocupa un día es un negocio perdido e irrecuperable. Y con ello había llegado a la misma conclusión que Gabo, cuando en El amor en los tiempos del cólera, narró cómo su personaje principal convencía a su amada, viuda, de que al mundo venimos con los polvos contados, y que los que por cualquier motivo no se echan son polvos perdidos para siempre. Enorme García Márquez, ¿verdad?

Pero, la verdad, generoso lector, le confieso humildemente que aún no he terminado de comprender a qué polvos se refería el maestro...