Ya hacía una semana que Málaga yacía bajo las aguas. Al igual que una moneda arrojada a un estanque, iba enverdeciendo, adquiriendo el color de las cosas olvidadas. Todo era borroso, y los recuerdos se diluían, como pastillas efervescentes, en el mar infinito.

El Ayuntamiento, aguijoneado por las críticas de la oposición (que lo acusaba de haber propiciado el diluvio, al fomentar con sus medidas la economía sumergida), se esforzó en dotar de un eficaz sistema de supervivencia a las criaturas de superficie; hasta a las rosas se las enseñó a respirar bajo el agua. «Entre las rosas y las sardinas ya no hay diferencias. Ambas tenían espinas; ahora llevan una vida completamente submarina. Hemos dado un gran paso en la anhelada igualdad de todas las especies», declaró una concejala.

Entre la empapada muchedumbre se encontraba Benito. Paseaba despreocupado, conversando (en un habla resfriada, burbujeante) con boquerones y sirenas sobre la torre de coral rojo que el mar, indiano de vuelta a casa, había regalado a La Manquita. Contemplaba embelesado cómo varias morenas, a fuerza de empellones, reducían a ruinas el Málaga Palacio cuando un rugiente enjambre de caballitos de mar a punto estuvo de atropellarlo. «¡Borracho, capullo!», le gritaron. Benito, furioso como Orlando, se dispuso a correr tras ellos. Tras avanzar unos metros, hubo de abandonar la persecución; un mareo le clavó al suelo. El acuario que lo rodeaba empezó a dar vueltas y más vueltas. Tambaleándose, logró llegar a un banco de mejillones melancólicos, donde pudo desplomarse a gusto.

Hundiendo la cabeza entre las rodillas, ajeno a cualquier compostura, expulsó todo el alcohol que llevaba días trasegando, como si de una penitencia se tratase, de taberna en taberna de la ciudad. Tras aquella volcánica vomitona (a ver cómo lavaba la lava del traje), poco a poco, igual que el agua se va escapando por el desagüe al quitar el tapón de la bañera, se esfumó el hechizo en el que había estado buceando Benito. Dejándose llevar por multitud de sensaciones, abandonaba Benito su intenso letargo. Brillaba el sol con la fuerza acostumbrada. Una agradable brisa marina le enseñaba la dicha de seguir viviendo. La primavera se asomaba desde anuncios enormes, coloridos. «Descubre el Paraíso que hay en ti», le rogaba una modelo de Cacharel, emergiendo desnuda entre flores felices. Varios chaveas en patinetes reían, lo que llamó la atención de unos bebés gemelos, que aplaudieron al unísono cuando pasaron frente a su cochecito biplaza.

«Bueno, todo sigue igual», se dijo. Intentó incorporarse del banco. No pudo dar un solo paso. Se sintió Benito amo de una sed espantosa, esclavo de una resaca infinita. Le llegaron entonces los motivos por los que había estado bebiendo y, por primera vez, los intentó contemplar de un modo sereno y despreocupado; no pudo ser. Aquella desazón le seguía carcomiendo y no podía dejarla atrás. Fue consciente de que, con el tiempo, lo que le había pasado se le olvidaría y sería un dolor que se haría recuerdo, pero también cayó en la cuenta de que vendrían más situaciones así y no había sabido desarrollar (o no le habían inculcado) una armadura, un escudo o un bálsamo para paliar ese tránsito de herida a cicatriz. Y eso que había leído numerosos manuales de autoayuda, pero de poco le habían servido, si acaso para hacerle un poco más infeliz por no tener la claridad espiritual que se suponía que debía alcanzar tras conocerse más a sí mismo. De todas formas, lo que más le acuciaba en aquel instante era la sed. Necesitaba quitarse esa sensación reseca de la boca y de la garganta.

Fue en ese momento cuando acertó a pasar a su lado un hombre que llevaba una cesta de limones cascarúos. Benito no se lo pensó y le compró uno. Cuando empezó a pelarlo, notó cómo salía del limón una especie de humo tornasolado y centelleante que vino a parar a sus pies. Pasó una ráfaga de viento; pareció que iba a disolverse sin más ni más, cuando se materializó en un individuo traslúcido, de exagerada barriga, vestido como Alí Babá, que lo miraba fijamente. Benito, cariacontecido y boquiabierto, el limón chorreando en sus manos, no sabía qué hacer o decir.