No deja de hablarse de cambio climático y de la acelerada contaminación del planeta por la acción humana, pero la lucha contra ambos fenómenos encuentra fuertes resistencias. Y no me refiero sólo a las de los gobiernos negacionistas como el del estadounidense Donald Trump o el del brasileño Jair Balsonaro, a los que sólo interesa la explotación de los recursos naturales del planeta sin que les importen las consecuencias para las próximas generaciones.

Me refiero también a fenómenos populares como el de los «chalecos amarillos», esos ciudadanos sobre todo de las zonas rurales de Francia que se levantaron en armas contra los planes del Gobierno francés de subir los precios del combustible. O el de los miles de granjeros holandeses que ocuparon recientemente las carreteras de su país porque su Gobierno quiere obligarlos a hacer más por el medio ambiente de acuerdo con lo que exige Bruselas. Las protestas populares se han extendido también a Alemania, el país donde el poderoso lobby del automóvil ha impedido hasta ahora introducir límites de velocidad en sus autopistas o prestar más atención al ferrocarril, y donde crece a la vez la rabia de agricultores y ganaderos contra los planes del Gobierno en materia medioambiental.

El paquete de medidas de reforma del sector agropecuario decidido por la Gran Coalición que preside la canciller cristianodemócrata Angela Merkel ha soliviantado a agricultores y ganaderos de la mayor economía de la Unión Europea. El sector agropecuario recibe anualmente unos seis mil millones de euros de Bruselas, subvenciones que hasta ahora se han repartido atendiendo sólo a la superficie de cada explotación. En adelante, sin embargo, se pretende tener en cuenta factores relacionados con la protección del medio ambiente, y así se introducirán nuevas restricciones al empleo de insecticidas y se prohibirá, aunque sólo a partir de 2023 el herbicida conocido como glifosato, de posibles efectos cancerígenos. Todo eso parece que no gusta a los agricultores, también descontentos con el endurecimiento de las directrices europeas sobre el empleo de fertilizantes, que en Alemania han elevado hasta niveles peligrosos el nitrato en las aguas freáticas. La Comisión Europea presiona a Berlín y amenaza a Alemania con imponerle multas que podrían llegar a los 850.000 euros diarios si no toma medidas urgentes para evitar esa peligrosa contaminación del subsuelo obligando a los agricultores a reducir los fertilizantes. Las protestas de ese sector preocupan sobre todo a cristianodemócratas y cristianosociales bávaros, partidos siempre preferidos por los agricultores, que se sienten de pronto abandonados por políticos que parecen ahora más interesados por las preocupaciones de las nuevas clases urbanas. Los jóvenes profesionales sobre todo tienden a votar a los Verdes, que no dejan de subir en los sondeos, sobre todo en los viejos «laender» de la parte oeste del país. Y el miedo de los viejos partidos, tanto cristianodemócratas como socialdemócratas, es que muchos de quienes siempre les habían votado se pasen, defraudados por la falta de apoyo, a la ultraderecha de Alternativa para Alemania, siempre aficionada a pescar en río revuelto. La lucha contra el cambio climático no será tarea fácil, sino que exigirá un cambio no ya sólo de estructuras, sino también de mentalidades. Acabar con el maltrato animal y la contaminación de los suelos tiene un precio que todos, lo mismo productores que consumidores, tendremos que pagar.